martes, 15 de junio de 2010

ROBIN BUS

Todo comenzó el día en que cambió el mundo. Aquel día que, sin embargo, se había iniciado como todos los demás: Primero, con la ducha fría. Segundo, con el frugal desayuno, Tercero, con la prisa acostumbrada por alcanzar el paradero de buses. Un día gris y rutinario. Pero todo cambió exactamente en el momento en que los primeros rayos de sol emergieron mágicos y risueños tras la cordillera y erizaron su piel adormilada e inflamaron su espíritu de inefable gozo. Comenzó en el momento en que se produjo como un milagro o una cadena de pequeños milagros, porque en ese mismo instante llegó su bus al paradero y por una inexplicable razón no venía lleno de pasajeros ¡Incluso traía asientos desocupados! Lo más inquietante, el chofer, al darle el vuelto tras cancelar el pasaje, le sonrió con inusual cortesía. No puede ser, se dijo, mientras se sentaba al lado de la mujer más bella que había visto en su vida.

Luego y como siempre, en el largo trayecto al centro de la ciudad, fueron subiendo los vendedores ambulantes a vocear sus productos, y otros personajes del mismo gremio, provisionalmente cesantes, a ventilar sus tragedias. Estos últimos argumentaban con voz dolida que los señores carabineros (decían esto con cierta ironía) los habían detenido y requisado su mercadería, dejándolos en la indefensión más grande. Pedían la ayuda solidaria de los señores pasajeros para invertir nuevamente en su negocio de CD piratas. También subió un ex presidiario, de torvo semblante y corazón contrito, que no podía conseguir trabajo; un obrero de la construcción, con casco incluido, que estaba en huelga de brazos caídos y sin un peso; un alcohólico rehabilitado y desesperado que tenía cinco bocas que alimentar; un enfermo de sida injustamente exonerado, un poblador que pedía monedas para la olla común; un cabro chico peluzón que les puso a todos los pasajeros un calendario en las rodillas; un ex drogadicto que trabajaba para la reconstrucción de su capilla. El joven comenzó a dar generosamente sus monedas destinadas para la colación y el pasaje de regreso a casa, tratando de impresionar a la dama más bella del mundo. Toda la tragedia humana, caracterizada con sus máscaras de dolor y miseria desfiló por el bus cantando sus pesares. Luego, en el intermedio, subió un suplementero voceando “Las últimas Noticias, La Cuarta, el diariooooo...”. El hombre también llevaba cartones de un juego de azar. Nuestro héroe compró uno, nada más que por ayudarlo. Se sentía magnánimo. Era un día especial, diferente, extraordinario, lleno de dulces presagios.

Una vez que descendió del bus el suplementero, entró en el escenario tambaleante la comedia con su colorido esplendor: En la próxima esquina subió una compañía circense, encabezada por una linda guaripola, seguida de un payaso enano montado sobre un pony, dos malabaristas, una mujer barbuda, un hombre de goma (avanzó por el pasillo dando botes), una domadora con tres perritos amaestrados, un traga sables y un mago con sombrero de copa. Mientras subía la alegre comparsa por la puerta delantera (tardaron un poco en subir al elefante), la banda hizo lo propio por la puerta trasera y prorrumpió de inmediato con su alegre estruendo de trompetas, platillos y tambores. El último en subir fue el Señor Corales, que le dijo al amable chofer: “Gracias papito”, y presentó enseguida, con voz engolada, los variados números artísticos, que fueron muy bien recibidos por el grueso del público. Entonces, al finalizar el espectáculo, se miraron (el desconcertado pasajero y la bella dama) y comprendieron que desde ese momento nada los podría separar.

Después que descendió del bus la alegre comparsa del circo, subió, dos paradas más adelante, una orquesta filarmónica con todos los músicos vestidos de frac, que sumaban treinta (El histriónico director, de largo pelo blanco y corta batuta, se instaló al lado del conductor y comenzó a dirigir la orquesta con destreza y propiedad, inspiradísimo). ¡Qué hermosas melodías! Al irrumpir los violines tras un solo de piano vibrante, ejecutado con soberbia maestría, el hombre y la mujer que nos importan, sin darse cuenta, se habían cogido de las manos y suspiraban entrecortadamente. El joven desconcertado, para certificar que todo lo que estaba viviendo no era un simple sueño, sino que correspondía a la pura y bendita realidad, en un arranque de amorosa osadía, besó los labios de su bella compañera y fue correspondido por ella con el mismo entusiasmo, ternura y un casi imperceptible ardor. El joven que ya había dado todo su dinero a los ambulantes y pedigüeños de la primera parte del show, donó generosamente la chaqueta, la corbata y el cinturón de cuero.
Para hacer el cuento corto, se puede agregar que el joven, un par de días después, resultó ser el único ganador del juego de azar que acumulaba un premio millonario y paralelamente, tras un romance relámpago y fructífero de dos interminables días, contrajo el sagrado vínculo con la hermosa mujer de su realidad (cuando no de sus sueños)
Desde entonces, cada día martes, coincidente con el día en que cambió el mundo, sale de su lujoso condominio y vuelve a su antigua barriada. Deja confiadamente su automóvil Mercedes Benz último modelo en el garaje de doña Juanita, la misma del negocio donde antaño pedía fiado y se sube al primer bus que pasa. Desde ese momento comparte una parte ínfima de su cuantiosa fortuna con los pobres del mundo, sean estos trágicos o comediantes, mendigos o artistas. Es generoso con todos ellos: les compra el stock de parches curita y los lápices de pasta a algunos comerciantes ambulantes que venden por encargo de la fábrica tal o la importadora cual, llena sus bolsillos con calendarios y pastillas de menta, aporta para la olla común de muchos, les paga el subsidio habitacional a un vendedor callejero decomisado, las cuentas de luz y agua al reo discriminado por la sociedad, las tarjetas para el teléfono celular del obrero en huelga de brazos caídos (que resultó ser dirigente sindical), los litros de leche para el alcohólico rehabilitado y sus hambrientos hijos, la cuota del TV cable para el enfermo de sida exonerado. A todos los ayuda con generosidad y sin cuestionamientos.

Robin Bus lo llaman. Ahora los martes sube al mismo bus de su recorrido mucho más gente necesitada que antes, porque todos saben de su obra benéfica. Tanto es así, que casi no pueden subir otros pasajeros, por tal razón, al momento al iniciar su periplo altruista en el barrio que lo vio nacer, le paga al chofer un rollo entero de boletos. (Ha pensado seriamente incluso en comprar el bus). Le da mucha alegría poder ayudar a la gente sin esperar nada a cambio. Se emociona, eso sí, cuando el Señor Corales le dice que gracias a él, pudo adquirir, de segunda mano, el viejo león africano que ahora los acompaña en sus rutinas. Se enorgullece, íntimamente también, cuando el director de la orquesta filarmónica, tan circunspecto él, le agradece a nombre de los músicos la valiosa donación de un contrabajo y dos trombones.
Y él es feliz, muy feliz, desde el señalado día en que cambió el mundo.

Loko
Iván Espinoza Riesco

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