martes, 15 de junio de 2010

LA ASTORGA

Abrió de prisa la puerta del jardín. La frondosidad de dos árboles añosos que flanqueaban la puerta convertían en penumbra las baldosas que llevaban al zaguán de la entrada. Rápidamente el Fonseca se agazapó bajo una pequeña ventana. La luz tenue de la casa parecía un faro en medio de la oscuridad y el muchacho se sintió seguro. Afuera lo buscaban, sabía que la banda acabaría por matarlo donde fuera y que sus días estaban contados, de quedarse en el barrio. La ventana sirvió de puerta. Al entrar, el Fonseca vio tirado en el sillón al viejo Juan Astorga. La boca abierta y el rictus mortuorio lo detuvieron un momento. A su lado, la Astorga, como la conocían en el barrio; una guitarra añosa que servía para deleitar las tardes de verano en la barriada. Juan había sido portero del Teatro Municipal y aprendió a tocar la guitarra entre bastidores y conciertos. Nunca tuvo estudios formales, pero en el barrio lo consideraban un virtuoso. Las melodías se escuchaban entre las casas bajas de la población, y los vecinos se silenciaban ante los conciertos espontáneos que el viejo interpretaba, bajo los dos vetustos árboles de su jardín. Al Fonseca, la niñez con su abuela comprando en el emporio en la tardes, escuchando los acordes de la Astorga le evocaban recuerdos dulces. La guitarra, según las comadronas del barrio, tenía vida propia y hay quién aseguró que tocaba sola cuando el viejo Juan dormía. Y ahí estaba la Astorga, y el viejo Juan inerte. La guitarra brillaba por su lustre altivo que otorgaba la madera extranjera. Llevaba un pompón rojo y unas calcomanías de Madrid. Al viejo le gustaban las zarzuelas y su repertorio intentaba esbozar acordes ibéricos. Para el Fonseca, España se convirtió en una obsesión de subconsciente que despertaba risas entre sus colegas choros. Apurado, registró la casa del finado, buscó con ahínco y sólo encontró un fajo de billetes que estaba bajo la cama. Era suficiente para escapar. Al salir por la ventana vio a la Astorga. La guitarra parecía un guardia de honor junto al viejo y la duda envolvió a Fonseca. ¿Quién se haría cargo de la vieja guitarra?. La tomó por las cuerdas y saltó la ventana con sigilo. Caminó toda la noche y se aseguró de salir del barrio. Acompañado por la Astorga, el Fonseca se prometió no volver jamás.
Exhausto, se detuvo en un cruce. En el paradero, los pobladores se apiñaban para abordar el bus que los llevaría a la fábrica. Se incorporó a la extensa cola junto a la Astorga. Un hombre de barba hirsuta se acercó al Fonseca con curiosidad. Preguntó por la guitarra y el muchacho le dijo que era suya. El hombre le dijo que tocaran juntos y el muchacho asintió. El camino sinuoso que el pesado bus realizó ese día fue la nueva vida que Fonseca esperaba. El hombre de barba hirsuta le enseñó lo que había que aprender, hasta que le dijo que si tocaba en las plazas y le lanzaban dinero, ya era todo un cantante popular.
Logró tocar piezas monótonas de la zarzuela sevillana como el viejo Astorga. Durmió en las garitas de buses, comió en la Plaza de Armas con los peruanos. En Valparaíso aprendió “la Joya del Pacífico” y aquel verano se fue de gira por los balnearios del norte. Y a su lado siempre la Astorga. La guitarra parecía un guardián fiel. Fonseca le prodigaba cuidados como el viejo Juan. Le compró una funda cara en una tienda especializada en Providencia y buscó las mejores ceras para limpiar la madera envejecida. Las cuerdas las cambiaba con regularidad, y le pegó una calcomanía con el escudo nacional, por si salía al extranjero.
Amasó grandes sueños, pero nunca volvió a su barrio. Los buses que pasaban por allí no le interesaban, y los viajeros se quedaban sin zarzuela.
Pasaron años, los buses y la calle se transformaron en otra vida junto a la Astorga, la fiel guitarra que alguna vez Fonseca escuchó en su niñez. Tres veranos habían pasado de la muerte del viejo Juan Astorga. Sentado en la playa de Cartagena comenzó a sacar acordes de la guitarra, esa canción era por el viejo Juan, que le había cambiado la vida. Las olas eran un ronroneo de fondo que el muchacho agradecía. La luna clareaba y unos chicos bebían vino junto a una fogata, pero el final siempre es conocido para un muchacho que es buscado. Un policía se planta junto a él, la Astorga sigue dando acordes, le pide que lo acompañe, pero el Fonseca sabe lo que viene y corre. Bajo la noche y con arena en sus pies, el Fonseca se escabulle de la policía. La Astorga, tirada en la arena penitente y solitaria. Un muchacho de la fogata cercana que ha visto la escena se acerca con parsimonia, toma a la Astorga y se la lleva. Los acordes, ahora de cantatas de la nueva trova, destellan en la noche junto al fuego nocturno de jóvenes veraneantes y la Astorga sigue como si el viejo Juan prodigara su destino de zarzuelas y música.

Musek
Ewald Meyer

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