martes, 15 de junio de 2010

EL YURI

Era él, era el ánima familiar del Yuri Carabantes, no hay duda, la que se vino a aparecer en el pasillo, como viniéndose la pecera hacia el centro de la micro, con la guitarra casi sosteniéndole la cara y esa sonrisa que no se borraba aún cuando fuera un lamento de protesta el que estuviera interpretando. Era él, mientras la radio rechinaba, como toda la vieja carrocería, rumbo al pueblito de Los Tambos, al interior de Vallenar.

Fue en el verano del 89, cuando con la Flaca cumplíamos ya un año desde que nos habíamos venido de Santiago a trabajar en las postas rurales del Valle del Huasco. Casi siempre las rondas las hacíamos en el jeep del servicio, pero a veces las huellas escabrosas de la zona le dejaban heridas tales a la circuitería del vehículo, que debíamos movilizarnos en las micros destartaladas, que cubrían los recorridos locales.

Era el Yuri, con una chaleca azul tejida a mano. Esa misma que le caía hasta las rodillas, cuando el guanaco lo empapaba en la Alameda, sin que por eso se convirtiera en presa fácil para los pacos cuando cargaban a detener. Y era esa misma guitarra, con una calcomanía de Silvio Rodríguez, pegada junto al puente para tapar una trizadura de guerra, la que esa tarde calurosa se nos acercó rasgueando una zambita tradicional, mientras el frenesí ranchero aturdía a los pasajeros más que el calor y el bamboleo.

La Flaca dice que le pareció verlo emerger desde abajo del primer asiento, entre unos atados de alpiste, que una señora llevaba separados del chancho, que hacía esfuerzos en la parrilla de la micro para no caerse. Dice la Flaca que el Yuri debió vernos desde adelante, a pesar de la gente de pie y la polvareda que se colaba por las ventanillas y las rendijas del piso. Debió entonces llenarse de gusto, como antes, porque sabía de nuestra afición por el canto comprometido y también porque siempre llevábamos algún cigarrito de sobra para los amigos.

Vino hacia nosotros, como tantas veces en el pasado cuando tomábamos la locomoción juntos después de clases y él se quedaba en la pisadera, con una mano aferrándose a una manilla del vehículo, y con la otra desenfundando la guitarra. Nosotros, a empujones, nos ganábamos hacia la parte posterior de la micro, mientras él se concentraba para entrar a escena, en aquel camarín vertiginoso, prendado de un racimo humano de obreros y estudiantes, que terminaban por hacerlo encajar solidariamente, a él y su guitarra, en el estrecho pasillo.

Se hacía sus buenas monedas, y cuando el recorrido se alejaba ya de las calles del centro, se despedía agradecido de la concurrencia, para solicitar con guitarra alzada desde la vereda a otro chofer, la oportunidad de un nuevo concierto.

La crisis no escamoteaba tanto el sencillo para el cantor de micro como las modas en materia musical. Decía el Yuri que de la Cantata de la Escuela Santa María no saldría ni amarrado. Más que todo porque se trataba de mantener viva la memoria histórica del pueblo. No transaba en su repertorio y despreciaba al cantor que reciclaba su irreverencia.

Y esa tarde de 1989, a 600 kilómetros de Santiago y a un año luz de aquella prehistoria, se nos asomaba sonriente como un holograma, proyectado, quien sabe si por nuestra propia fatiga o por este ya rancio desencanto. O tal vez, porque en aquella micro desguasada y vuelta a armar diez veces, veterana del laberinto capitalino, se habrá venido a la provincia su impronta escondida entre los asientos, entre los bramidos tísicos de su garganta, o en la comisura de sus enchapes.

O fue que su voz y sus acordes se colaron a la mala entre los vidrios o las piezas del motor, sin que los pionetas ni los mecánicos, al igual que policías conversos y demócratas consagrados, pudieran dar aún con su paradero.


Miko
Milko Urqueta Torrejón

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