martes, 15 de junio de 2010

ANTONIO GALGO

Ayer estaba en el dentista. Ó sea, esperando en la consulta a que me atendieran y de aburrido me había puesto a hojear una revista. No encontré nada que me hiciera olvidar las quinientas lucas que me iba a cobrar el saca muelas, hasta que en el reportaje central descubrí una foto a toda página de Antonio Galgo. Empecé a leer y al finalizar el texto lancé un grito de felicidad que terminó de aflojarle los dientes a la vieja guatona que estaba a mi lado e hizo que la secretaria me ordenara guardar silencio con cara de malas pulgas.
Antonio Galgo, por si aún no lo saben, es el artista más extraño que alguna vez he visto arriba de una micro. El día que lo conocí yo venía, como siempre, dormitando con la cabeza apoyada en la ventana. Por cierto, nunca falta el gracioso que me toca el vidrio desde afuera y me hace saltar como si me pellizcaran el culo. El asunto es que de pronto se sube alguien y empieza a hablar. Pensé que era un cantante, pero el loco tenía la voz bajita y nunca llegó un guitarreo, ni siquiera un atisbo de una canción. La verdad es que yo seguí tal como estaba y si no hubiera sido por un pesado que le pidió a Galgo que hablara fuerte, como hombre, ni me habría enterado de su existencia. Creo que Galgo sacó fuerzas de flaqueza o el pesado le picó el orgullo, porque desde ese momento si pude escucharlo, como también creo que les pasó a la mayoría de los presentes. El artista comenzó diciendo algo así:

- Señoras y señores pasajeros, disculpen está interrupción. Yo soy escritor y las vueltas de la vida me han traído a hablar con ustedes. He dejado todo para escribir: un trabajo, la certeza de un techo, las ropas de marca y los sueños que en mi tenían depositados mis padres. Sólo les pido lo que puedan darme a cambio de mi arte. Algún día, estoy seguro, podré retribuirles la desinteresada cooperación que ustedes me hagan.

A esa altura, porque el tipo se notaba sincero y su voz envolvía todo, el chofer había bajado el volumen de la radio y el microbús avanzaba más despacio. Me da mucha lata no tener memoria de elefante, porque dijo tantas cosas lindas como si cada palabra hubiera estado hecha para desatornillarnos el corazón y los bolsillos. Después, de su mochila sacó un montón de papeles y se los pasó a cada uno de los presentes. Eran cuentos de una página escritos a máquina. Yo saqué dos monedas de cien pesos y se las pasé cuando volvió a mi puesto. Le quise devolver el cuento, pero él me insistió en que lo guardara. Le fue bien, porque el único que no pagó fue el tipo que lo había obligado a hablar fuerte.

Cuando llegué a mi casa dejé el papel en la mesa de la cocina. A la mañana siguiente, Marina, mi mujer, que es fanática de la lectura, me despertó preguntándome que quién era Antonio Galgo y de dónde había sacado ese cuento. Yo ni idea. Me había olvidado de todo. Me trajo el papel y allí le conté la historia. Marina me dijo que nunca había leído una historia tan bonita y conmovedora. El cuento se llamaba “La fabulosa maquinita del tiempo” y hablaba de una obrera de la construcción a la que se le había muerto su hijito cuando ella estaba trabajando. Lo único que ella soñaba era fabricar una máquina del tiempo para repetir el momento en que se había despedido por última vez de su hijo. Lo leí dos veces y en esa ocasión me di cuenta que al final de la hoja había una pequeña dedicatoria escrita a puño y letra de Galgo: “Señor pasajero, muchas gracias por adquirir este cuento. Copia única”
Pasó bastante tiempo hasta que volví a escuchar de él. En un asado, una amiga de mi mujer empezó a hablar de escritores y dijo que el único que le ponía los pelos de punta era un tal Antonio Galgo: un tipo alto que se había subido a vender sus cuentos en la micro en la que ella iba. Contó que el chofer había bajado el volumen de la radio, que el tipo irradiaba una sensación de calma extraña y seductora y que casi todos terminaron comprándole sus cuentos. Luego ella había buscado información de él en todos lados, pero nada. Esa noche, al regresar a casa, Marina me leyó “La fabulosa maquinita del tiempo” en voz alta. Ella terminó botando sus lagrimones. Yo me hice el machito, me di vuelta y cerré los ojos para disimular.

Creo que eso fue hace unos quince años. Cuando ayer leí el reportaje en la consulta, Galgo se veía más macizo, pero con la mismos rasgos de niño. Resulta que había ganado el concurso de cuentos más importantes de Latinoamérica y que ahora era un tipo famoso. Estaban a punto de publicar su obra en España, Argentina y México y le habían dado un avance de varios ceros por sentarse a escribir una novelita. En una parte de la entrevista le pedían que dijera cuáles eran sus mejores cuentos. Él contestó que los que había escrito en un período muy duro, en el que para sobrevivir vendía sus historias en las micros de Santiago. Contó que no guardaba copia alguna de esos cuentos y que una editorial a toda costa quería publicarlos. El periodista le preguntaba si eso sería posible. Galgo le señaló que todo es posible. Que ahora él quería devolverle la mano a quienes lo habían ayudado, porque la editorial ofrecía $500 mil pesos a quienes entregaran cualquiera de sus textos de esa época. Luego daba la dirección de la editorial y un teléfono. En un segundo agradecí al cielo que Marina fuera una maniática del orden y que “La fabulosa maquinita del tiempo” estuviera aún en una carpeta en la casa. Luego di un grito de felicidad que asustó a la gorda que estaba a mi lado y la secretaría del dentista me hizo callar mirándome feo.

El resto de la historia ya es conocida por ustedes.

Coyahue
Diego Vargas Gaete

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