martes, 15 de junio de 2010

ANTONIO GALGO

Ayer estaba en el dentista. Ó sea, esperando en la consulta a que me atendieran y de aburrido me había puesto a hojear una revista. No encontré nada que me hiciera olvidar las quinientas lucas que me iba a cobrar el saca muelas, hasta que en el reportaje central descubrí una foto a toda página de Antonio Galgo. Empecé a leer y al finalizar el texto lancé un grito de felicidad que terminó de aflojarle los dientes a la vieja guatona que estaba a mi lado e hizo que la secretaria me ordenara guardar silencio con cara de malas pulgas.
Antonio Galgo, por si aún no lo saben, es el artista más extraño que alguna vez he visto arriba de una micro. El día que lo conocí yo venía, como siempre, dormitando con la cabeza apoyada en la ventana. Por cierto, nunca falta el gracioso que me toca el vidrio desde afuera y me hace saltar como si me pellizcaran el culo. El asunto es que de pronto se sube alguien y empieza a hablar. Pensé que era un cantante, pero el loco tenía la voz bajita y nunca llegó un guitarreo, ni siquiera un atisbo de una canción. La verdad es que yo seguí tal como estaba y si no hubiera sido por un pesado que le pidió a Galgo que hablara fuerte, como hombre, ni me habría enterado de su existencia. Creo que Galgo sacó fuerzas de flaqueza o el pesado le picó el orgullo, porque desde ese momento si pude escucharlo, como también creo que les pasó a la mayoría de los presentes. El artista comenzó diciendo algo así:

- Señoras y señores pasajeros, disculpen está interrupción. Yo soy escritor y las vueltas de la vida me han traído a hablar con ustedes. He dejado todo para escribir: un trabajo, la certeza de un techo, las ropas de marca y los sueños que en mi tenían depositados mis padres. Sólo les pido lo que puedan darme a cambio de mi arte. Algún día, estoy seguro, podré retribuirles la desinteresada cooperación que ustedes me hagan.

A esa altura, porque el tipo se notaba sincero y su voz envolvía todo, el chofer había bajado el volumen de la radio y el microbús avanzaba más despacio. Me da mucha lata no tener memoria de elefante, porque dijo tantas cosas lindas como si cada palabra hubiera estado hecha para desatornillarnos el corazón y los bolsillos. Después, de su mochila sacó un montón de papeles y se los pasó a cada uno de los presentes. Eran cuentos de una página escritos a máquina. Yo saqué dos monedas de cien pesos y se las pasé cuando volvió a mi puesto. Le quise devolver el cuento, pero él me insistió en que lo guardara. Le fue bien, porque el único que no pagó fue el tipo que lo había obligado a hablar fuerte.

Cuando llegué a mi casa dejé el papel en la mesa de la cocina. A la mañana siguiente, Marina, mi mujer, que es fanática de la lectura, me despertó preguntándome que quién era Antonio Galgo y de dónde había sacado ese cuento. Yo ni idea. Me había olvidado de todo. Me trajo el papel y allí le conté la historia. Marina me dijo que nunca había leído una historia tan bonita y conmovedora. El cuento se llamaba “La fabulosa maquinita del tiempo” y hablaba de una obrera de la construcción a la que se le había muerto su hijito cuando ella estaba trabajando. Lo único que ella soñaba era fabricar una máquina del tiempo para repetir el momento en que se había despedido por última vez de su hijo. Lo leí dos veces y en esa ocasión me di cuenta que al final de la hoja había una pequeña dedicatoria escrita a puño y letra de Galgo: “Señor pasajero, muchas gracias por adquirir este cuento. Copia única”
Pasó bastante tiempo hasta que volví a escuchar de él. En un asado, una amiga de mi mujer empezó a hablar de escritores y dijo que el único que le ponía los pelos de punta era un tal Antonio Galgo: un tipo alto que se había subido a vender sus cuentos en la micro en la que ella iba. Contó que el chofer había bajado el volumen de la radio, que el tipo irradiaba una sensación de calma extraña y seductora y que casi todos terminaron comprándole sus cuentos. Luego ella había buscado información de él en todos lados, pero nada. Esa noche, al regresar a casa, Marina me leyó “La fabulosa maquinita del tiempo” en voz alta. Ella terminó botando sus lagrimones. Yo me hice el machito, me di vuelta y cerré los ojos para disimular.

Creo que eso fue hace unos quince años. Cuando ayer leí el reportaje en la consulta, Galgo se veía más macizo, pero con la mismos rasgos de niño. Resulta que había ganado el concurso de cuentos más importantes de Latinoamérica y que ahora era un tipo famoso. Estaban a punto de publicar su obra en España, Argentina y México y le habían dado un avance de varios ceros por sentarse a escribir una novelita. En una parte de la entrevista le pedían que dijera cuáles eran sus mejores cuentos. Él contestó que los que había escrito en un período muy duro, en el que para sobrevivir vendía sus historias en las micros de Santiago. Contó que no guardaba copia alguna de esos cuentos y que una editorial a toda costa quería publicarlos. El periodista le preguntaba si eso sería posible. Galgo le señaló que todo es posible. Que ahora él quería devolverle la mano a quienes lo habían ayudado, porque la editorial ofrecía $500 mil pesos a quienes entregaran cualquiera de sus textos de esa época. Luego daba la dirección de la editorial y un teléfono. En un segundo agradecí al cielo que Marina fuera una maniática del orden y que “La fabulosa maquinita del tiempo” estuviera aún en una carpeta en la casa. Luego di un grito de felicidad que asustó a la gorda que estaba a mi lado y la secretaría del dentista me hizo callar mirándome feo.

El resto de la historia ya es conocida por ustedes.

Coyahue
Diego Vargas Gaete

CUENTOS DE MICRO

Todo comenzó un día viernes en la mañana como solíamos hacerlo nos juntábamos muy temprano para trabajar en las micros del recorrido Maipú entre Las Rejas y la Plaza de Maipú. El otro recorrido era de Las Rejas con la Alameda hasta Bonilla con Teniente Cruz. Nos juntamos a las 8:30 a tomar desayuno, un cafecito con un pancito para agarrar fuerza para el primer turno, que era de 9:00 a la dos de la tarde. Empezamos a afinar los instrumentos, mientras llegaba el amigo que siempre llega atrasado. Será por así somos los chilenos. Empieza el primer turno tocando en Bonilla. Nos fue mas o menos no mas, pero el día viernes es bueno para los músicos callejeros si seguimos tocando no mas, con discusiones de por medio, que eso es de todos los días con los músicos callejeros. Eran como las 12:00 y todos los días subíamos, como se dice, para dirigirnos a la Vega Central para comernos un brontosauro, como dicen los cabros. Subimos a La Vega y ahí se compuso, como dice un amigo, porque en la calle uno aprende muchas frases divertidas como estas. Llegamos y lo primero era contar todas las monedas para ver como nos había ido.
“Si nos va bien como porotos, que valen 600 pesos y si nos va mal como pollo asado”, eso lo decía “el Happy”, uno de los personajes mas divertidos y loco que he conocido tocando. Contamos las monedas y de verdad, nos había ido muy bien y mi compañero que era más nervioso y bueno pa. la moneda se relajó. Pero el relajo era de 30 minutos no mas, para almorzar: Ni hablar de fumarse un cigarrito o tomarse una cervecita porque el API se enojaba, pero yo le seguía la corriente porque, como el era así, nos hacíamos un buen sueldo semanal pa. carretear el viernes en la tarde en la piojera donde llegan los amigos a tomarse unos copetitos y cantar. Si que el API también se enojaba por eso. Pero en eso yo no transaba. Ya. Cuento corto, seguimos cantando y vendiendo un disco que grabamos para vender en la calle y en las micros. Y ahí bajamos hacia Las Rejas con la Alameda y después para General Bonilla, donde tocamos casi toda la tarde hasta que nos encontramos en la micro con un grupo de escolares, que mientras nosotros cantábamos ellos gritaban cosas que nos molestaban y no nos dejaron tocar. Nos entro el demonio como se dice y nos bajamos y también justo se bajan ellos también. Y se armo la rosca. Nos pusimos a pelear. Eran como seis escolares, como de cuarto medio y de repente en la pelea miro y éramos dos no más los que estábamos peleando contra los seis y veo al otro compañero en la esquina mirando, y yo tenia que puro apechugar no mas porque si no al Happy lo masacraban. El Happy mide como 2 metros y le pega un combo a uno que casi lo mata, hasta que uno saca un cuchillo y le manda un corte al Happy en el brazo. De repente se para la pelea y vimos que sangraba mucho. Ahí una señora que vivía por ahí, lo llevó a su casa y en ese mismo momento van pasando los carabineros (pacos) y la gente le hacia señas y de repente se bajan y los querían llevar a nosotros. Después yo les digo, no si son los que van allá, los escolares. Y los atraparon. A todo esto, el Happy seguía perdiendo sangre y tirado en una silla le pusieron un trapo en la mano, Pero no sirvió de nada. Como siempre la ambulancia se demoro y ya no ni hablar de Happy. Y de repente llega y nos vamos a la posta más cercana. Ahí lo atendieron al tiro porque estaba perdiendo mucha sangre, y lo hacen pasar y casi se desmaya. Son 100 y tanto kilos que hay que afirmar. Lo llevan a ponerles los puntos para cerrarle la herida y después paso a verlo y no podía ni hablar. Y saben lo primero que me dijo: “Oye y ahora ¿cómo voy a tocar?, ¿cómo voy a vender los discos?. Y por dentro me reía, por dije, éste se está muriendo y está pensando en vender disco. Esto me deja una enseñanza, que es esta: hay mucha gente, como el, que vive preocupada y se mata trabajando y al final les alcanza solo para los gastos básico, porque todo cada DIA esta mas caro y los sueldos iguales. Y los ricos defienden sus intereses como leones, por eso a que educar a la gente para que se detenga a pensar en esto y vea su realidad, no la de la tele. Bueno, me despido, espero le pueda servir esto alguien.

Triani
Gerardo Cristopher Aguirre Gálvez

EL CANTAR DEL MIMO CID

Cuando subió por última vez a alegrar el viaje de otros, Juan Cid no pudo evitar derramar una lágrima teñida de negro y otra pintada de blanco por sus mejillas... “Sólo Dios sabe si vuelvo”, coincidentemente pensó la misma frase que contenía una pegatina que decoraba el frontis de aquella micro, conducida por un chofer gordo, sentado sobre un sillón “enchulado” con una funda de cuerina roja y flequillos amarillos.

En el trayecto, recordó que hasta se ganó la vida cantando... cuánto le gustaba cantar “Soy pan, soy paz, soy más...” de Piero con Mercedes Sosa y mientras concitaba la atención con sus gestos de cara y manos, en su interior recreaba la letra de aquella canción... “Fui niño, cuna, teta, techo, manta, más miedo, cuco, grito, llanto, raza, después mezclaron las palabras o se escapaban las miradas algo pasó... no entendí nada”. ¡No entiendo nada!. Dijo, a viva voz, ante la sorpresa de los pasajeros, y confuso no fue capaz de pedir una colaboración por su arte, al contrario, adelantó el final de su actuación y con el escenario itinerante aún en movimiento, se lanzó al pavimento. En ese lugar, a tres minutos de la 376, que había dejado atrás, alcanzó a presenciar en un irónico juego del destino, la siguiente micro, pintada de blanco y verde, la misma que le quitaba su fuente de ingresos.

Pero no dejó en su mente de tararear... “Vamos, decime, contame todo lo que a vos te está pasando ahora, porque sino cuando está el alma sola llora, hay que sacarlo todo afuera, como la primavera, nadie quiere que adentro algo se muera, hablar mirándose a los ojos, sacar lo que se puede afuera para que adentro nazcan cosas nuevas”. ¡Qué adentro nazcan cosas nuevas! Volvió a replicar con fuerza, al tiempo que un escolar que pasaba por allí, al oírlo y viéndolo así caracterizado, le gritó sarcásticamente: ¡Chanta!, y dicho esto el estudiante salió corriendo rápidamente con una tarjeta “bip” en la mano.

Repuesto de la serie de bochornosas sucesos, siguió pensando en aquello de las cosas nuevas, que podría dar un cambio a su vida, que ya antes lo había intentado y una vez más lo haría, había sido ya tantos otros que no debería tener problemas en reinventarse nuevamente, y musitaba: “Yo soy, yo soy, yo soy, soy agua, playa, cielo, casa, planta, soy mar, Atlántico, viento y América, soy un montón de cosas santas, mezcladas con cosas humanas, como te explico... cosas mundanas”. ¡Sí, yo puedo ser muchas cosas a la vez!, lanzó, asustando a un abuelo que, apoyado en su bastón, al ver su postura pensativa tan bien realizada, se le había acercado trabajosamente para entregarle $500. Disculpe usted, lo siento... le dijo al viejo, y este último, hosco, aún conmovido por la impresión, le propinó un bastonazo.

Sin embargo, esto no le importó, y liberado decidió cantar animadamente hasta su casa “Soy, pan, soy paz, soy más, soy el que está por acá, no quiero más de lo que me puedas dar, uuuuuuh hoy se te da, hoy se te quita, igual que con la margarita... igual al mar, igual la vida, la vida, la vida, la vida...”

Estaba seguro que más allá del par de kilómetros que le separaban de su hogar, sus andanzas continuarían siendo heroicas, porque la vida le deparaba cosas nuevas, y con el brazo empuñado cantaba con renovado entusiasmo “cosas nuevas, nuevas, nuevas...”.

Johann
Juan Luis Carreras Martínez

EL CHOQUE

Les pasó a Luis y a León,
los del canto popular,
que hicieron de su cantar
arte, placer, religión
en esta nuestra nación
de encantos y sinsabores
donde no faltan dolores
y no sobra diversión.
Y ahora a la narración
Que es tema de payadores.

En una riña de gallos
de los que cantan bendito
ocurrió un día bonito
en un miércoles de mayo
si de memoria no fallo
en el tablao e´la micro
Se marcaría aquel hito
que se guarda en mi memoria
como inolvidable historia
que arranca a mi pecho un grito.

Entre obreros con marmitas
y mujeres agobiadas
con personas trasnochadas
con colegialas bonitas
y guagua con sus mamitas,
el León y Luis Campaña
Comenzaban la mañana
Anunciando nuevos versos
en aquel raro universo
de gente sacrificada.

En el caballo sin riendas
que cruzaba San Francisco
en medio de mucho brinco
sacaron brillo a las cuerdas
y al ingenio en la contienda.
Con gran creatividad,
además de habilidad,
hechos de la vida diaria
que dan tragedia y dan talla
se pusieron a payar.

Mirando a todo el obrero
que dormitaba en la micro
sacaron el improviso
como el mago de un sombrero
sin pensar en el dinero.
sin solicitar permiso.
Porque Dios así lo quiso
que el hombre naciera libre
para correr como un tigre
bajo el sol, nieve o granizo.

Al toque de madrugada
-así recitaba el Lucho
qu´en el versar era ducho-
se abandona la morada
para empezar la jornada
sin esperar que sea mucho
ni menos que sea justo
el salario recibido
por el sudor exprimido
¡Vaya qué triste el asunto!

A pesar de tanto cambio
y tanta modernidad
el agobio sigue igual
no se moleste en dudarlo
porque basta con mirarlo
que en el reparto de bienes
son bien pocos los que tienen
y muchos, apenas pan,
sin que pueda mejorar
el panorama de siempre.

Afirman los dos por turno
que al lomo de la ciudad
le crecen púas demás
con dirección a Saturno
y el pobre anda dando tumbos
en calles de población
donde falta educación
también oportunidad
para poder progresar
y cambiar la condición.

El canto se hace potente
y haría estallar la micro
si no fuera porque al filo
de una verdad tan potente
se va durmiendo la gente
en pos de la realidad
donde el sueño sea verdad
y el ambiente una mentira
que quita gusto a la vida
y aniquila el esperar.

Tal vez la razón del choque
fue que el chofer al soñar
le puso velocidad
en un viaje hacia la noche
cansado de tanto boche
y del canto popular
que no hay engaño al hablar
de las cosas que entristecen
y en ensoñación se mece
toda justicia social.


Campaña y León se van
volando para los cielos
cantando a los pasajeros
que los han de acompañar
¿Sabrá Dios adónde van
a comer sus colaciones
mientras rezos y perdones
por ellos la tierra clama?
Así termina sin fama
La vida de dos cantores.

Elvira Blanca Graciela
María Patricia Calderón Urzúa

EL PAN Y AGUA

Y dice más o menos así. La historia que les voy a contar tiene que ver con un hecho muy real, dramático y muy simpático. Es la verdadera historia de un gran cantor popular, que si bien no aparecía jamás en un diario o en la televisión, a quienes le conocimos nos dejó la huella a seguir de como un cantor, a pesar de todas las dificultades, nunca debe perder “la dignidad”. Todos le conocimos como el “ Paniagua”, cuyo apodo proviene del año 80, más o menos, en que decide formar junto a otros cinco integrantes , un grupo musical , del canto popular y latinoamericano llamado “ Los Pan y Agua “. Imagino que el nombre tenía relación con los momentos difíciles que Chile atravesaba, en lo político y económico, que no queríamos seguir oprimidos y ganarnos la vida ”dignamente” aunque alcanzara tan sólo para pan y agua, ya que eso era suficiente para salir adelante con toda la familia.
El “Paniagua”, estuvo en el grupo alrededor de diez años, recorriendo parte de Chile, tocaba diferentes instrumentos y además hacía voces. Por razones que desconozco se disolvieron, y me imagino que a cada uno le decían “Paniagua”. Sin embargo, de quién les hablo, cayó en el alcohol, y dormía casi siempre en la calle, aunque su madre tenía su casita donde él podía llegar cuando quisiera. Cuando lo empecé a conocer entendí por qué razón la gente que duerme en la calle, teniendo familia, muchas veces no están con ellos. Ahí encuentran “la libertad”, para hacer y expresar lo que quieren decir sin sentirse oprimidos por el mundo “moderno “en el cual vivimos.
Como dormía en la calle en Santiago, comúnmente cerca de Las Rejas, o Velásquez, donde encontrara un poco de agua, en la calle o baño público, se pegaba su “ guena lavaita e’ cara”, una “peinaita” a la diabla, y a buscar su “ guen desayuno”, que por cierto no era más que un litrito de vinito blanco, el cual echaba siempre en una botella chica de Sprite. Así, todos los pasajeros creerán que es “bebida”, al momento de subirse a la micro a tocar su famosa “quena”, hecha por él mismo de tubo plástico para la electricidad, más conocido como PVC.

El momento en que se subía a la micro, era lo mejor que hacía, con su quena al pecho, su ropa un tanto sucia y desordenada y su “bebida” en el bolsillo trasero del pantalón, con voz muy enérgica y muy seria, decía, con permiso. Y dice más o menos así, ahí no lo paraba nadie, tocaba como los dioses, luego hacia la pausa, respiraba y decía, con mucha dignidad: No les vengo a “mendigar“una moneda, me la estoy ganando, con el derecho que me da el canto popular, el mismo de Violeta y Víctor Jara, así que agradezco a quienes colaboren y los que no puedan no importa, pa. la otra será.

Eso era lo que más me gustaba del “ Paniagua”, su dignidad, nunca se rebajó, a nada y tenía muy claro sus ideales, ya que cada vez que nos poníamos a conversar en algún paradero, sobre cultura, política o cualquier otro tema de importancia, nos dejaba muy en claro que cosas de farándula no comentaba ya que no tenían ningún provecho, ni sentido alguno para alguien con dos dedos de frente como él. Lo que ganaba en la micro le alcanzaba lo suficiente para sus “bebidas” diarias y algún pan con algo, pa. engañar las tripas, sin olvidar que, además, fumaba bastante. Como se sentía dueño de si mismo, cruzaba la calle donde quería y partía para donde el viento lo llevara.

Con ese ritmo de vida, sabía más que nadie que en cualquier momento el tiempo le pasaría la cuenta. Y fue así como de a poco sintió que las piernas se le cansaban más luego, que el aire le faltaba y que estaba muy flaco. Jamás nos hizo caso cuando le decíamos que se cuidara, que no tomara tanta “bebida “y que volviera con su familia, porque a sus cuarenta y tantos años, le vendría seguro alguna complicación, con el correr del tiempo. Ahí la cosa era peor, nos alegaba que su familia era el “publico” que cada día lo acogía tocando su famosa quena, y que la otra parte de él, éramos sus amigos de la calle, los cuales compartíamos sus ideales y nos ganábamos la vida con la misma “dignidad “que lo hacía él.

La última vez que hablé con él fue casi a fines del 2008, donde a cada rato le recordaba que debía ir a un médico, que no se hiciera leso a si mismo, de lo contrario lo echaríamos mucho de menos.

En el 2009, me enteré por casualidad, conversando con mis amigos que en una sala de hospital en Santiago, la voz del “Paniagua” se apagó para siempre, que la última persona que lo vio con su famosa “quena”, fue el doctor que lo atendió, que por cierto en su calidad de médico, ese instrumento, no tenía ninguna importancia más que adorno en el pecho de nuestro gran amigo, y tal vez haya cerrado la “bolsa” con ella adentro.

Digan lo que digan los demás, agradezco al destino por haber conocido al “ desfamoso “ “ Paniagua “, para algunos, que a mis cuarenta años, comprendí la importancia de caminar en esta vida con un sentido claro, con la convicción de ideas, y dejar al menos alguna semilla para que la tierra próspera y bendita pueda hacerla germinar el algún momento, y que si la mayoría actuara como “ Paniagua”, lo hacía en sus ideales, la cosa sería muy distinta y tal vez mejor.

Estoy seguro que donde se encuentre “Paniagua” , junto a otros que ya partieron de este mundo, unos músicos, otros público, estarán disfrutando del mejor concierto celestial y junto a los ángeles o el cosmos para otros, se deleitarán junto a esas voces que se acallaron en su momento y el mejor y más sincero aplauso se oirá hasta las estrellas, para recordarnos a quienes seguimos aquí, en la tierra , luchando y armonizando la vida en las micros, de aquél público fiel y acogedor, en los distintos escenarios de la vida, que las ideas no se transan, que los valores nacen con cada uno y que la sociedad más justa es aquella que respeta a todos , sin importar, raza, color, religión, estirpe ni condición.

Aquí termina esta historia, estoy esperando la micro, con su permiso señores. Y dice más o menos así.

El Tiznao
Víctor Ricardo Zárate Tisnao

EN LA MICRO CARRASCAL

Cuando fui a la capital y yo aún era un pequeño,
ver cantores era un sueño
en la micro Carrascal.

1
Desde Cauquenes viajaba
a ver un especialista
un famoso ortodoncista
que con mis dientes luchaba.
Por la ventana miraba
nada en Santiago era igual,
que mi provincia natal
tantas micros coloridas,
entre calles extendidas
cuando fui a la capital.


2
De repente muy veloz
subió a cantar con guitarra
un tipo con gracia y garra
pelo largo y buena voz,
y “Solo le pido a Dios”
largó sin fruncir el ceño,
con talento y con empeño
nos quedamos asombrados
con los pelos erizados
y yo aún era un pequeño.

3
Yo tenía trece años
en tiempos de Pinochet
como no había Internet
éramos todos huraños.
Despertando aquel rebaño
los artistas eran leño,
de censura y de desdeño
la micro les daba espacio,
con voz fuerte y no despacio
ver cantores era un sueño.

4
Yo le dije a un buen amigo
toma una fotografía
del cantor en aquel día
veamos si lo consigo
y que aparezca conmigo
pero el cantor pensó mal:
“un encubierto oficial!”
salió corriendo aterrado,
quedamos desconcertados
en la micro Carrascal.



Despedida
Jamás conocí su nombre
nunca cobró sus monedas
se perdió por la Alameda
despavorido aquel hombre,
tal vez alguien ya se asombre
en tiempos de Transantiago,
con este recuerdo vago
surcando tiempo y paisaje,
hoy comparto mi homenaje
con sinceridad y halago.



Cantor Sureñoi
Hugo Alberto Harrison Canales

LA ASTORGA

Abrió de prisa la puerta del jardín. La frondosidad de dos árboles añosos que flanqueaban la puerta convertían en penumbra las baldosas que llevaban al zaguán de la entrada. Rápidamente el Fonseca se agazapó bajo una pequeña ventana. La luz tenue de la casa parecía un faro en medio de la oscuridad y el muchacho se sintió seguro. Afuera lo buscaban, sabía que la banda acabaría por matarlo donde fuera y que sus días estaban contados, de quedarse en el barrio. La ventana sirvió de puerta. Al entrar, el Fonseca vio tirado en el sillón al viejo Juan Astorga. La boca abierta y el rictus mortuorio lo detuvieron un momento. A su lado, la Astorga, como la conocían en el barrio; una guitarra añosa que servía para deleitar las tardes de verano en la barriada. Juan había sido portero del Teatro Municipal y aprendió a tocar la guitarra entre bastidores y conciertos. Nunca tuvo estudios formales, pero en el barrio lo consideraban un virtuoso. Las melodías se escuchaban entre las casas bajas de la población, y los vecinos se silenciaban ante los conciertos espontáneos que el viejo interpretaba, bajo los dos vetustos árboles de su jardín. Al Fonseca, la niñez con su abuela comprando en el emporio en la tardes, escuchando los acordes de la Astorga le evocaban recuerdos dulces. La guitarra, según las comadronas del barrio, tenía vida propia y hay quién aseguró que tocaba sola cuando el viejo Juan dormía. Y ahí estaba la Astorga, y el viejo Juan inerte. La guitarra brillaba por su lustre altivo que otorgaba la madera extranjera. Llevaba un pompón rojo y unas calcomanías de Madrid. Al viejo le gustaban las zarzuelas y su repertorio intentaba esbozar acordes ibéricos. Para el Fonseca, España se convirtió en una obsesión de subconsciente que despertaba risas entre sus colegas choros. Apurado, registró la casa del finado, buscó con ahínco y sólo encontró un fajo de billetes que estaba bajo la cama. Era suficiente para escapar. Al salir por la ventana vio a la Astorga. La guitarra parecía un guardia de honor junto al viejo y la duda envolvió a Fonseca. ¿Quién se haría cargo de la vieja guitarra?. La tomó por las cuerdas y saltó la ventana con sigilo. Caminó toda la noche y se aseguró de salir del barrio. Acompañado por la Astorga, el Fonseca se prometió no volver jamás.
Exhausto, se detuvo en un cruce. En el paradero, los pobladores se apiñaban para abordar el bus que los llevaría a la fábrica. Se incorporó a la extensa cola junto a la Astorga. Un hombre de barba hirsuta se acercó al Fonseca con curiosidad. Preguntó por la guitarra y el muchacho le dijo que era suya. El hombre le dijo que tocaran juntos y el muchacho asintió. El camino sinuoso que el pesado bus realizó ese día fue la nueva vida que Fonseca esperaba. El hombre de barba hirsuta le enseñó lo que había que aprender, hasta que le dijo que si tocaba en las plazas y le lanzaban dinero, ya era todo un cantante popular.
Logró tocar piezas monótonas de la zarzuela sevillana como el viejo Astorga. Durmió en las garitas de buses, comió en la Plaza de Armas con los peruanos. En Valparaíso aprendió “la Joya del Pacífico” y aquel verano se fue de gira por los balnearios del norte. Y a su lado siempre la Astorga. La guitarra parecía un guardián fiel. Fonseca le prodigaba cuidados como el viejo Juan. Le compró una funda cara en una tienda especializada en Providencia y buscó las mejores ceras para limpiar la madera envejecida. Las cuerdas las cambiaba con regularidad, y le pegó una calcomanía con el escudo nacional, por si salía al extranjero.
Amasó grandes sueños, pero nunca volvió a su barrio. Los buses que pasaban por allí no le interesaban, y los viajeros se quedaban sin zarzuela.
Pasaron años, los buses y la calle se transformaron en otra vida junto a la Astorga, la fiel guitarra que alguna vez Fonseca escuchó en su niñez. Tres veranos habían pasado de la muerte del viejo Juan Astorga. Sentado en la playa de Cartagena comenzó a sacar acordes de la guitarra, esa canción era por el viejo Juan, que le había cambiado la vida. Las olas eran un ronroneo de fondo que el muchacho agradecía. La luna clareaba y unos chicos bebían vino junto a una fogata, pero el final siempre es conocido para un muchacho que es buscado. Un policía se planta junto a él, la Astorga sigue dando acordes, le pide que lo acompañe, pero el Fonseca sabe lo que viene y corre. Bajo la noche y con arena en sus pies, el Fonseca se escabulle de la policía. La Astorga, tirada en la arena penitente y solitaria. Un muchacho de la fogata cercana que ha visto la escena se acerca con parsimonia, toma a la Astorga y se la lleva. Los acordes, ahora de cantatas de la nueva trova, destellan en la noche junto al fuego nocturno de jóvenes veraneantes y la Astorga sigue como si el viejo Juan prodigara su destino de zarzuelas y música.

Musek
Ewald Meyer

LA HISTORIA DE LOS KONA

Todo comenzó por allá por el año 1985, mes de diciembre, fue en la ciudad de La Serena, yo cantaba con un grupo de amigos en La Recova que es como el mercado central de la ciudad. Llevábamos un par de años cantando allí, y fue entonces cuando apareció un grupo de cantores que venían de la capital. Ellos eran Jaime, Pedro y Johany, después ellos de disolvieron por diferencias de caracteres. Y fue ahí cuando Jaime me dice ¿podemos hablar un momento?. ”Claro”, dije yo. Era para que tocáramos juntos y viajar, que era lo que yo deseaba, por el motivo de el cual mis compañeros no podían viajar conmigo, (incluso aun están en La Serena). Y así que formamos un trío, y empezamos a cantar, o sea a trabajar en las calles de la ciudad, en restaurantes, plazas, peñas, etc.

En realidad nos iba bastante bien en esos tiempos, que la música estaba bastante postergada, nosotros hacíamos folclor latinoamericano. Bueno, así llega el año 86, por el cual no apareció más Pedro, el guitarrista del grupo. Así que quedamos Jaime y yo, Roberto. Así que empezamos a trabajar como dúo. No quedo más remedio que venirnos a Santiago a cantar en las micros. Todo era nuevo para mí, empezamos a conocer gente, artistas de la calle y cantantes de micros.

Pasaron los días, cuando nos pasaron el dato: “Cabros, vayan a la tele, a un concurso”. Y nosotros, nada de tímidos, fuimos a participar al programa “ Éxito“, que animaba el pollo Fuentes. Esto pasó como en el 20 de enero, donde íbamos como el dúo Kona, y por esas cosas del destino conocimos a otro cantor de micros, el es Patricio Cona. Allí fue cuando se incorporo al grupo, así que al final fuimos como trío, “el trío Konal”. En resumen, salimos en segundo lugar, y bueno seguimos cantando en las micros.
Un día íbamos pasando por el centro, por la calle Matías Cousiño, y de repente escuchamos a un cantor que estaba solo en el suelo, el era Mario Tapia. Y ahí fue cuando lo conocimos, y ese mismo día se integro al grupo, ya éramos cuatro. Después de eso nos fuimos a un lugar, para ensayar, estábamos en el parque Bustamante al aire libre, y como en dos horas sacamos caleta de temas y sobre todo temas de Víctor Jara, el gran legado que nos dejo. Sacamos “el Aparecido”, “la Muralla”, “el Tío Caimán”, “Cantata de Santa María de Iquique”, “Para el pueblo lo que es del pueblo”, de Piero. Temas de Rolando Alarcón, Richard Rojas, Violeta Parra, por nombrar algunos. A todo esto estábamos en dictadura, y así empezamos a cantar en las calles nuevamente: Paseo Ahumada, Huérfanos, Matías, Tenderini, etc. Y así pasaron varios años, arrancando todos los días de los pacos, que se llevaban preso a todo el mundo, hasta los cantores de micros. Ya por el 93, estábamos cantando a todo ritmo en la Plaza de Armas, “ Y va a caer y va a caer “, el tema del Sigi Zambra y de repente llegan “caleta” de pacos a llevarnos presos. En ese momento éramos cinco, dos amigos más y eran como diez pacos. Dos por cada uno, así que se llevaron primero, al José Luis, el Hormiga; después al Manuel Bustamante, el Nabo; después al Chico Lucho. Al Pato Cona, lo tenían en el suelo dándole patadas y combos, tratando de llevárselo; y a mi me tenían dos pacos mas. Fue cuando me agarre de un poste y no me podían llevar. La verdad, no se como lo hice y me zafé a uno, luego al otro, antes de que llegaran mas refuerzos y salí arrancando por la Plaza de Armas. Incluso la gente me aplaudía. En resumen, se llevaron a los cuatro menos a mí. En la noche, los soltaron a todos.

A los días después seguimos guerreando en la calle, hasta que llegaron de nuevo los pacos. Estábamos en el Paseo Huérfanos en ese momento, y querían llevarme a mí solamente. La verdad, querían que yo me entregara, y arranqué nuevamente. En ese momento, mis amigos del grupo me contaron que los pacos le habían dicho que querían que yo solamente me entregara. Y si no era así que no nos dejarían cantar. En ese momento, fue cuando tome la decisión de retirarme del grupo, y volví a las micros, a cantar con Jaime nuevamente.
Mi compañero, falleció hace tres años. El Pato Cona canta en las micros, el Mario Tapia también. Los tres individualmente, cada uno por su lado, y los tres pertenecemos al sindicato de cantores SICUCH. Pero igual, de repente, me acuerdo, al verlos. de esos grandes momentos que pasamos juntos, pero que le vamos a hacer, así es la vida, en las calles.

Kona
Roberto Larraguibel Pinto

LA NOCHE DEL GORRION


23:15 hrs.
Dile que la quiero…dile que me muero de tanto esperar…que vuelva ya.
Que las rondas no son buenas…que hacen daño…que dan penas y se acaba por llorar”.

23:18 hrs.
- Señores pasajeros, tengan todos ustedes muy buenas noches. Mi intención fue ofrecerles un poco de música durante su viaje. Espero haberles entregado un rato de inolvidables recuerdos. Sólo pido una cooperación generosa con este humilde cantante. Que Dios los acompañe y que tengan un feliz retorno a casa.

En completo silencio, Julián Gutiérrez, más conocido como “El Gorrión”, camina parsimoniosamente por el pasillo del bus, recorrido “Pila Cementerio”, provocando diversas reacciones entre los escasos y trasnochados pasajeros, mortificados por el lento tránsito, el vaho voluminoso de la ciudad y la falta de luz interior en aquel reducto metálico móvil atacado constantemente por fuertes baches exteriores, soportados estoicamente por la carrocería nacional.
El balanceo de Julián aumentaba, mermando su capacidad de recibir las monedas, que eran puestas sobre su adolorida mano siempre abierta. Este ejercicio era repetido con frecuencia, sincronizando el abrir de la palma con el golpeteo metálico de las monedas.
Al concluir, tomaba ubicación en el último asiento con el propósito de traspasar el dinero a una gastada hucha.
Uno a uno, los pasajeros bajaban del bus, tocando un improvisado timbre de cordel empotrado sobre la escalinata donde clareaba la señal “bajada”, pintada en letras rojas y cursivas.
Al contacto del timbre con el pálido sonido, el chofer tomaba mecánicamente una palanca y ésta permitía el desembarco de los pasajeros.
Para Julián, el Gorrión, era toda una proeza mantener erguida su guitarra sin tocar el tembloroso piso, para no aporrearla. Era necesario echarle mano al equilibrio inmediato, manipulando el conteo de monedas, bamboleando sonoras e imperfectas frente a este delirio sensorial.

23:30 hrs.
- ¿Le molesta que ponga la radio amigo? – repite el chofer dos veces ante la imposibilidad acústica, producto del incesante rechinar y golpeteo de fierros y latas.
- No, no, déle no más – repitió el Gorrión, concentrado en apurar la cuenta del día
- ¿Dónde se baja usted?
- ¿Va a llegar a la garita?
- Sí, tengo que guardar la máquina primero, después…bueno, ¡ahí veremos!
- No, yo me bajo en Valdivieso

La cifra daba un total de treinta monedas de cien pesos, cuarenta de cincuenta, cien de diez, veinte de un peso y sesenta de cinco.
La hucha pesaba más que su cansancio. Luces exteriores desembarcaban en la discreta mirada del Gorrión, viendo pasar apuradas siluetas, perdiéndose algunas en medio de la acalorada noche, entrando y saliendo, doblando en esquinas, formando misteriosas olas lumínicas al ritmo de una sonora radial.
Al interior, podía divisar difusos rayados, inmortalizados en el duro óxido o sobre el tapiz de los asientos: “Laura y Polo”…”Por favor, sin aceite, no”…”Endereza la cabeza jetón”…”Soy de la U, tengo la sangre azul”…”Anarkia”…”Y va caer”…y el clásico “Dios es mi Copiloto”.
Toda una fauna descansando en completa libertad, acelerando el pulso del libelo.

23:40 hrs.
El chofer apaga las luces del bus, dejando penetrar la algidez absoluta, siempre bajo el compás de la sonora, cuyas estrofas son tarareadas por el Gorrión.
Los pies pesan, la cabeza gruje sobre un pensamiento dispar, sudan las manos, el estómago se aprieta, el corazón modula un sentir.
El Gorrión apoya su mirada en la telúrica ventanilla y observa con velocidad a una conocida vendedora de hierbas, siempre en la misma esquina, atacada por la noche, aguardando al último comprador, antes de guardar su carrito de madera, protegido por un diminuto techo forrado en plásticos viejos.
Recuerda inviernos pasados, la lluvia, el barro, la humedad consumiéndola, la tos, el pan, la esperanza.

23:45
Imagina la llegada a su casa, sus pasos peripuestos, la desabrida caricia a su perro “Sansón”, el chirrido de bisagras, huyendo presuroso del baño a la mullida cama. Luego, oscuridad, silencio, una guitarra malherida por el trabajo.

23:58
La Pila-Cementerio era una de esas máquinas agotadoras, serpenteantes, conocedora de cada recoveco popular.
Al despuntar rodeaba el Cementerio General, internándose en medio de flores y muerte.

- ¿Baja en el Cementerio, amigo?
- ¿Usted dobla por Valdivieso?
- Sí, pero parece que voy a seguir de largo. ¿Tiene hora buena?
- Sí, son las…faltan dos minutos para las doce de la noche
- No alcanzo a llegar. ¿Ve?...así es esta pega. Ando de las cinco de la mañana y es imposible desocuparse antes.
- Y yo, ando de las siete. Me duele la garganta.
- ¿Y su familia…no lo espera?
- No. Vivo solo
- Ah
- Aquí lo dejo, amigo. Que le vaya bien.
- Ya pues, gracias

La puerta de la Pila Cementerio se abre de par en par, dejando entrar un cálido viento de verano, estimulando un leve estertor en el Gorrión.
Empuña firme su guitarra, toca la hucha, respira. Un último ademán inconexo sacude su mano.
Toca la acera con traspié, pero se recompone al instante.
La Pila Cementerio se aleja como un espectacular espectro, llevando consigo el ritmo de la sonora.
El Gorrión repite en silencio su despedida, en tierra firme, caminando sin prisa.

- Feliz Año Nuevo…Feliz Año…Nuevo…Feliz…Año…Feliz…Feliz…

Es medianoche de un nuevo año. El Gorrión tararea esa canción, con más ánimo que nunca, como si su vida dependiera de ello…”Noche de Ronda…qué triste pasas…qué triste cruzas por mi balcón”.

M
Marcelo Mallea

ORUGA DE PLATA

Tenía razón la Myriam. Los chocopandas están desapareciendo del mercado. Al menos en las micros, igual es loco, antes la llevaban. Cuando yo era chico era el helado que más se vendía, estoy casi seguro. Han cambiado los tiempos, se nos va la vida como decía el Gato en Hijos de la Tierra.

Me acuerdo clarito, aunque de las fechas ni idea. Fue una noche de verano, pongámosle enero. Yo tendría unos siete años, algo así. ¿Te pasa también que no te acordáis bien de los tiempos de cuando erai chico? Obvio, debe ser un síndrome universal. La cosa es que el recuerdo está súper intacto.

Yo vivía en Cerrillos, cerca de la FISA. Me acuerdo que en ese tiempo todavía quedaban algunos postes con ampolletas blancas. Siempre me pregunté por qué la ciudad cambió el color de su iluminación. Ahora somos naranjos, cada vez más rojizos que antes.

¿Qué te estaba contado? Ah, sí. Yo era chico y nos subimos a la micro. En ese tiempo las micros eran amarillas y estaban bien adornadas. Incluso habían con luces de colores, motivos religiosos y fotos de la familia del micrero. Era toda una exposición subirse a una micro. Ahora, ya tú sabes.

Sí po, iba yo con mi mamá. Nos subimos a la micro y parece que yo no pagaba pasaje. Claro, ahora me acuerdo, menores de siete años no pagábamos decía un sticker en el vidrio, que iba detrás del conductor con una cortina burdeo. Ahora se me va armando la película más clara. El motor de la micro sonaba caleta, era evidente cómo el chofer aceleraba hasta pasar el cambio. Incluso se podía sentir el tirón del bus con los cambios de velocidad.
Para mí era toda una rareza andar de micro en la noche, siempre “después de las 9” ha sido un espacio temporal medio auto prohibido en mi familia. O sea no es que seamos anti vida nocturna, pero en ese tiempo la cosa no estaba buena. Me acuerdo de las tardes tomando once con las visitas que comentaban lo que habían visto, los tirones de aros en la Estación Central o los últimos crímenes que desfilaban por las noticias.

Disculpa, sé que soy un poco disperso. Vamos por Lo Errázuriz. En ese tiempo estaban como construyendo los blocs de departamentos que hay ahí. Sí, antes eso era un basural bien feo y hediondo. Ahora está bonito, tiene áreas verdes y juegos para los niños. Pero en el recuerdo vamos con mi mamá y las calles tienen más hoyos, la micro se tambalea y el chofer viaja al ritmo de la creciente onda sound. Junto a los tuyos, temporera, que allá lejos, temporera, un niño pequeño espera, su madre, la temporera, que vuelva pa´que le quiera...

Y viajamos hablando tonteras, no tengo tan buena memoria. Pero recuerdo la vista de una ciudad de noche, inexplorada, separada por un frágil vidrio sin limpiar acompañado de cortinas que flamean. Tras unos 40 minutos de viaje, llegamos a Jotabeche, al terminal de buses, por ahí cerca vivía mi tía. Se iniciaba una noche más de juegos, cartas y piscolas. Porque claro, en ese tiempo, cuando yo era más joven de lo que soy, se tomaba piscola. Nada de vodka ni esas cuestiones.

Parece que esa misma noche nos robaron la radio del auto, ¿o fue otra?. Mi tío, que no veo hace hartos años por esos problemas familiares que nadie conoce, me mostró cómo se encendía la luz de su taxi que decía LIBRE. Eso me acuerdo. Hasta ahí, por que viene la 506.

Señores pasajeros muy buenas tardes. De partida queremos agradecer la gentileza del operador de este bus, quien nos ha permitido gentilmente subirnos a este gran escenario. Estamos muy contentos de presentarnos ante ustedes, es nuestra primera visita a Chile.

Vamos a hacer un par de canciones con mi amigo Lucho. Saluda Lucho, ecole, perfecto. Y usted señora no se ría tanto que la tenemos ficha, sabemos donde vive. Póngale compare...

Eres un arco iris de múltiples colores, tú Valparaíso, puerto principal, tus mujeres son blancas margaritas, todas ellas arrancadas de tu mar...

Y ahora señores pasajeros haremos todo lo que es un interludio para que ustedes, por encargo de la importadora Vale Otro, puedan adquirir sus helados para la sé, para la calor con el socio de jockey blanco que recorrerá la Quinta Orugara. Nosotros volvemos con más música en un instante.

Mira Lucho, fíjate que el compadre que viene con los helados ni va a decir chocopanda. Es pura verdad lo que te digo.

¿Viste? Tenía razón la Myriam, los choco van en decadencia, todo por culpa del mora crema.

Señores pasajeros, finalizamos el interludio para seguir acompañándolos con este show musical que construimos entre todos. Les pedimos que no nos aplaudan tanto, pues eso puede inflarnos el ego de un modo descomunal. Con mi amigo el Lucho llevamos un par de días en el país y estamos muy contentos con este recibimiento. Vamos a despedirnos con una canción que dice más o menos así...

Quien podrá quererte como yo te quiero amor, quien pregunto, quien podrá quererte como yo, siempre lo decías y me atabas a tu piel, con ramos de besos y escuchábamos caer, sobre los techos de zinc, lluvias de otoño en abril, tengo esa nostalgia de domingo por llover, de guitarra rota, de oxidado carrusel, ay, Alelí, pobre de mí...

¡Oruga, oruga, oruga!. Y porque ustedes lo han pedido hay oruga de plata para los alternofónicos. Uy qué emoción, muchas gracias Don Toño. Sólo queremos decirles muchísimas gracias por su premio, lo llevamos en el corazón y lo pondremos en nuestro living comedor. Nos vamos con la oruga de plata a Europa, el viejo continente, la madre patria, la residencia del Papa.

Pero como ustedes sabrán nos robaron las maletas en lo que es la zona internacional del aeropuerto de Bogotá y les queremos pedir una pequeña colaboración al público asistente a este magno escenario. Por eso pasaremos firmando autógrafos, fotografiándonos con los fans, dedicando discos y aceptando lo que sea su cariño. De antemano muchísimas gracias y que tengan un buen viaje.

Ya Lucho tú te vai pa´atrás y yo parto desde el chofer, no se te olvide eso sí ir bien hasta atrás, hasta la gente que va en las pisaderas nos puede dar una monea.

Ya, sí, pero espérate un resto. Ahora me acordé clarito ¿Te acordáis de lo que estaba contando de la micro en la noche cuando yo era chico? Ya, bacán, porque lo que te quería decir es que esa vez vi a una señora con un corte de pelo a lo poodle, igualita a la que va sentada detrás tuyo.

Santo Patrono
Nicolás Rojas Inostroza

ROBIN BUS

Todo comenzó el día en que cambió el mundo. Aquel día que, sin embargo, se había iniciado como todos los demás: Primero, con la ducha fría. Segundo, con el frugal desayuno, Tercero, con la prisa acostumbrada por alcanzar el paradero de buses. Un día gris y rutinario. Pero todo cambió exactamente en el momento en que los primeros rayos de sol emergieron mágicos y risueños tras la cordillera y erizaron su piel adormilada e inflamaron su espíritu de inefable gozo. Comenzó en el momento en que se produjo como un milagro o una cadena de pequeños milagros, porque en ese mismo instante llegó su bus al paradero y por una inexplicable razón no venía lleno de pasajeros ¡Incluso traía asientos desocupados! Lo más inquietante, el chofer, al darle el vuelto tras cancelar el pasaje, le sonrió con inusual cortesía. No puede ser, se dijo, mientras se sentaba al lado de la mujer más bella que había visto en su vida.

Luego y como siempre, en el largo trayecto al centro de la ciudad, fueron subiendo los vendedores ambulantes a vocear sus productos, y otros personajes del mismo gremio, provisionalmente cesantes, a ventilar sus tragedias. Estos últimos argumentaban con voz dolida que los señores carabineros (decían esto con cierta ironía) los habían detenido y requisado su mercadería, dejándolos en la indefensión más grande. Pedían la ayuda solidaria de los señores pasajeros para invertir nuevamente en su negocio de CD piratas. También subió un ex presidiario, de torvo semblante y corazón contrito, que no podía conseguir trabajo; un obrero de la construcción, con casco incluido, que estaba en huelga de brazos caídos y sin un peso; un alcohólico rehabilitado y desesperado que tenía cinco bocas que alimentar; un enfermo de sida injustamente exonerado, un poblador que pedía monedas para la olla común; un cabro chico peluzón que les puso a todos los pasajeros un calendario en las rodillas; un ex drogadicto que trabajaba para la reconstrucción de su capilla. El joven comenzó a dar generosamente sus monedas destinadas para la colación y el pasaje de regreso a casa, tratando de impresionar a la dama más bella del mundo. Toda la tragedia humana, caracterizada con sus máscaras de dolor y miseria desfiló por el bus cantando sus pesares. Luego, en el intermedio, subió un suplementero voceando “Las últimas Noticias, La Cuarta, el diariooooo...”. El hombre también llevaba cartones de un juego de azar. Nuestro héroe compró uno, nada más que por ayudarlo. Se sentía magnánimo. Era un día especial, diferente, extraordinario, lleno de dulces presagios.

Una vez que descendió del bus el suplementero, entró en el escenario tambaleante la comedia con su colorido esplendor: En la próxima esquina subió una compañía circense, encabezada por una linda guaripola, seguida de un payaso enano montado sobre un pony, dos malabaristas, una mujer barbuda, un hombre de goma (avanzó por el pasillo dando botes), una domadora con tres perritos amaestrados, un traga sables y un mago con sombrero de copa. Mientras subía la alegre comparsa por la puerta delantera (tardaron un poco en subir al elefante), la banda hizo lo propio por la puerta trasera y prorrumpió de inmediato con su alegre estruendo de trompetas, platillos y tambores. El último en subir fue el Señor Corales, que le dijo al amable chofer: “Gracias papito”, y presentó enseguida, con voz engolada, los variados números artísticos, que fueron muy bien recibidos por el grueso del público. Entonces, al finalizar el espectáculo, se miraron (el desconcertado pasajero y la bella dama) y comprendieron que desde ese momento nada los podría separar.

Después que descendió del bus la alegre comparsa del circo, subió, dos paradas más adelante, una orquesta filarmónica con todos los músicos vestidos de frac, que sumaban treinta (El histriónico director, de largo pelo blanco y corta batuta, se instaló al lado del conductor y comenzó a dirigir la orquesta con destreza y propiedad, inspiradísimo). ¡Qué hermosas melodías! Al irrumpir los violines tras un solo de piano vibrante, ejecutado con soberbia maestría, el hombre y la mujer que nos importan, sin darse cuenta, se habían cogido de las manos y suspiraban entrecortadamente. El joven desconcertado, para certificar que todo lo que estaba viviendo no era un simple sueño, sino que correspondía a la pura y bendita realidad, en un arranque de amorosa osadía, besó los labios de su bella compañera y fue correspondido por ella con el mismo entusiasmo, ternura y un casi imperceptible ardor. El joven que ya había dado todo su dinero a los ambulantes y pedigüeños de la primera parte del show, donó generosamente la chaqueta, la corbata y el cinturón de cuero.
Para hacer el cuento corto, se puede agregar que el joven, un par de días después, resultó ser el único ganador del juego de azar que acumulaba un premio millonario y paralelamente, tras un romance relámpago y fructífero de dos interminables días, contrajo el sagrado vínculo con la hermosa mujer de su realidad (cuando no de sus sueños)
Desde entonces, cada día martes, coincidente con el día en que cambió el mundo, sale de su lujoso condominio y vuelve a su antigua barriada. Deja confiadamente su automóvil Mercedes Benz último modelo en el garaje de doña Juanita, la misma del negocio donde antaño pedía fiado y se sube al primer bus que pasa. Desde ese momento comparte una parte ínfima de su cuantiosa fortuna con los pobres del mundo, sean estos trágicos o comediantes, mendigos o artistas. Es generoso con todos ellos: les compra el stock de parches curita y los lápices de pasta a algunos comerciantes ambulantes que venden por encargo de la fábrica tal o la importadora cual, llena sus bolsillos con calendarios y pastillas de menta, aporta para la olla común de muchos, les paga el subsidio habitacional a un vendedor callejero decomisado, las cuentas de luz y agua al reo discriminado por la sociedad, las tarjetas para el teléfono celular del obrero en huelga de brazos caídos (que resultó ser dirigente sindical), los litros de leche para el alcohólico rehabilitado y sus hambrientos hijos, la cuota del TV cable para el enfermo de sida exonerado. A todos los ayuda con generosidad y sin cuestionamientos.

Robin Bus lo llaman. Ahora los martes sube al mismo bus de su recorrido mucho más gente necesitada que antes, porque todos saben de su obra benéfica. Tanto es así, que casi no pueden subir otros pasajeros, por tal razón, al momento al iniciar su periplo altruista en el barrio que lo vio nacer, le paga al chofer un rollo entero de boletos. (Ha pensado seriamente incluso en comprar el bus). Le da mucha alegría poder ayudar a la gente sin esperar nada a cambio. Se emociona, eso sí, cuando el Señor Corales le dice que gracias a él, pudo adquirir, de segunda mano, el viejo león africano que ahora los acompaña en sus rutinas. Se enorgullece, íntimamente también, cuando el director de la orquesta filarmónica, tan circunspecto él, le agradece a nombre de los músicos la valiosa donación de un contrabajo y dos trombones.
Y él es feliz, muy feliz, desde el señalado día en que cambió el mundo.

Loko
Iván Espinoza Riesco

TU CARIÑO

Siempre me encantó ver y escuchar a los artistas que subían al antiguo sistema de micros que transitaban por las calles de Santiago. Los artistas, que no eran muchos a la sazón, solicitaban mediante un gesto la aprobación de los chóferes y subían a deleitarnos con sus canciones populares, antiguas, folklóricas, llenas de melancolía y sabor a pueblo. La gama de variedades de cada talento artístico incluía canciones con acompañamiento de guitarras con dulce afiatamiento de dúos y solistas y también a capela, y el número de canciones generalmente llegaba a dos.

En aquel entonces yo trabajaba en el centro de Santiago como profesor de un prestigioso instituto bilingüe. El trayecto a mi lugar de trabajo era de 50 minutos más o menos de manera que tenía tiempo, a veces, de ver y escuchar dos presentaciones que a veces eran tan hermosas que daban a mi día un sentimiento de dulzor de cosas de infancia, de romance, de recuerdos perdidos en el presente y de añoranzas.

En uno de aquellos viajes una mañana en que había despertado con un sabor amargo por los sinsabores que a menudo me proporcionaba mi sórdida relación matrimonial con una alcohólica, pensaba en como desenredarme de la madeja diabólica de mi matrimonio. Mi estomago ardía en un río de pócimas de ají y licor aun cuando yo no bebía. Pensaba en mis dos niños inocentes que muchas veces presenciaban aterrorizados grescas descomunales entre mi mujer y yo y derrotado, iba siendo testigo de mi propio hundimiento. Mi calvario era insalvable.

Perdido en estas ensoñaciones de muros insoslayables. Percibí que el chofer discutía con algún pasajero y decía “No, no gueon, bájate no más” y a la vez, vi subir a dos jóvenes, quizá de 17 años uno y de 12 años el otro, quien rápidamente, cual conejo, se desplazo por el pasillo hasta la puerta trasera de la micro mientras el mayor se quedaba adelante, a prudente distancia del chofer.

Visiblemente molesto el chofer debió seguir cobrando, cortando diminutos boletos y dando vueltos a cada pasajero que pagaba con billetes de más valor que el pasaje.
Y en medio del ruido del motor de la micro que quizás necesitaba cierta mantención y el fragor de los vendedores ambulantes ofreciendo sus Súper- ochos, paquetes de agujas, máquinas de afeitar y otros que no recuerdo, se escuchó la voz nítida y estridente del muchacho ubicado en la parte de adelante cantando

“Tu cariño me le va”
Y desde la puerta de atrás, el menor cantaba el coro
“te le va”
“como el agua entre los dedos,”
Cantaban los dos y sin olvidar la letra, terminaron la canción creada e interpretada tan exitosamente por Buddy Richard.
No recuerdo qué otro tema interpretaron. Sólo me estremeció el uso de los pronombres me, te y le que estaban en absoluta discordancia con el idioma. Me percaté de varias sonrisas solapadas entre los pasajeros que quizás como yo, se preguntaban cómo los cantantes no habían pulido su presentación antes de su actuación y esta particular canción probablemente era parte de su socorrido repertorio.

Me sentí con inmensos deseos de hablar con ellos y ayudarles de alguna manera a ser más cuidadosos con el idioma y a mejorar su estilo que realmente prometía un futuro en las tablas. Tenían una mezcla de inocencia y humildad y yo los admiré por atreverse a hacer lo que hacían sin inhibiciones y una personalidad extraordinaria aunque demostrando un reñido e indecoroso uso del lenguaje.

Olvidé todas mis angustias y me encontré tarareando y cantando la canción todo el día con el mismo reñido e indecoroso lenguaje de la nueva “versión” de la canción y conté mi anécdota a mis colegas en la sala de profesores causando un revuelo de risas; y en mi tercer nivel , improvisé una clase de comparaciones entre la simpleza de la gramática inglesa con las dificultades de la gramática castellana logrando un entendimiento de parte de mis alumnos marcado por la hilaridad de mi encuentro con los cantantes. Recuerdo a mis alumnos decir que esos pronombres siempre habían constituido un misterio para ellos y yo también me di cuenta que eran muy difíciles de explicar a menos que se tenga un libro de gramática explicando sus usos.
Y así pasó mi día y reflexioné cómo un simple acontecimiento puede expandirse y tocar otras vidas y ocasionar un cambio de actitud y lo más importante es que éste, esté entrelazado a una sonrisa o a una franca carcajada. Muchos fuimos tocados por este evento y posiblemente no menos contaron la experiencia entre sus seres queridos durante la cena familiar.


Mavax
Néstor Enrique Arratibel Solar

DESPERTAR


En la micro matutina
me ha tocado madrugar.
¿sabe usté lo que es viajar
apretao cual sardina?

Todos van con mala espina,
y no es posible reír.
nada mejor que sentir
que en aquel momento trágico
un sonido casi mágico
la gente comienza a oír.

Se subió con su guitarra
el hermano peregrino;
va mejorando el camino
del micrero que lo encara.
“que se toque un Víctor Jara”
va pensando el aludido
se quiere poner prendío
y se las conoce todas;

Hay canciones que son moda
y otras pa’ los entendidos.

Es temprano en la mañana,
y la gente duerme ahora.
va roncando una señora
pegadita a la ventana.
“¡Amigo, mire la hora!
¿seguro que va a cantar,
si no lo van a escuchar?”
“compadre: sé lo que hago
más que artista soy un mago”
y ahí que empezó a tocar.

Resonaba su canción…
y la gente despertaba,
cuando el joven deslumbraba
demostrando la emoción
del que tiene la noción
que la vida es pasajera
mientras uno no se muera.

Después quedará el recuerdo:
esté uno loco o cuerdo
acumula primaveras.

Canta el artista de guerras,
de amores, de enredos varios
canta lo que está en los diarios
las tragedias venideras
“las verdades verdaderas”

Como dijo ayer un hombre.
que la gente no se asombre
que en la micro el cantautor
me recuerde con fulgor
al que tiene ya renombre.

Aunque sin pena ni gloria,
el día recién empieza.
de este pueblo, que bosteza;
va quedando en la memoria
una peculiar historia:

Un artista nunca espera
de la gente ni siquiera
un aplauso merecido
nunca se siente vencido…
pues la vida es pasajera.



Gina
Camila Dascal

CON “V” DE VIOLETA

Mi historia sucede un día viernes de diciembre del año dos mil. Yo viajaba del centro hacia Mapocho, por la calle Banderas. Observaba a la gente correr de un lado hacia otro, haciendo las compras de navidad, bajo el calor atestado de diciembre. En ese momento, sube a la micro una muchacha muy linda con una guitarra y comenzó a interpretar a Violeta Parra. Cantaba excelente y con mucha pasión, en tanto la micro avanzaba muy lento por Bandera.

A la altura de Plaza de Armas, ella terminó de cantar y se disponía a pedir su habitual propina, pero la micro se había atestado de gente y yo, entre empuje y empuje había llegado a su lado, muy cerca de ella. La escuche murmurar -va a ser imposible pasar - , la miré y le ofrecí tener su guitarra mientras pasaba por los asientos de los pasajeros pidiendo la habitual cooperación. Ella me observo por un instante y accedió. En un abrir y cerrar de ojos se perdió entre la muchedumbre existente en la micro. En ese momento, sentí que me tomaban por el hombro. Era un tipo con corte militar, ropa de calle y me preguntaba muy enojado, "Ya, ¿dónde está el otro que estaba cantando contigo?”. Yo lo mire, le dije que no entendía y le trataba de explicar. En eso, llega otro tipo de similares características y le dice al que me tenía tomado. "Se escapo el otro mi teniente”. Me bajaron arrastrando de la micro, mientras yo les decía que no tenía nada que ver. Me esposaron, sin escucharme y me dijeron " No sabí vo weon que esta prohibido el espectáculo público”.
Me llevaron a la Primera Comisaría de Santiago, se llevaron la guitarra, me quitaron los cordones, documentos y todo lo que llevaba en los bolsillos.
Me tuvieron alrededor de ocho horas detenido. Cuando me llamaron para soltarme, me devolvieron todas mis cosas, inclusive la guitarra y un parte. Me dijeron, " Ya, te podí ir. Afuera te esta esperando tu polola ". Me extrañe, ya que no había llamado a nadie.

Cuando salí, estaba ella, la niña de la micro. Me dio un abrazo y se disculpó por haberme dejado solo por que le había dado mucho miedo. También me tenía un sándwich y una bebida. Nos fuimos caminando hacia la
Alameda y nos despedimos.
Bueno, esa es mi historia, que me ocurrió hace nueve años. Estoy terminándola aquí en mi cama. A mi lado, mi mujer me observa pacientemente y sonríe, ya que sabe que la historia que acabo de escribir es sobre ella. Sobre Victoria con "V" de Violeta.


Oiciruam
Mauricio Morales

EL FUTURO

He perdido mi útero, murmura Génesis con la nariz apoyada sobre la ventana, mi útero y mis ovarios. A fin de cuentas: lo he perdido todo.

La micro va camino al pueblo de Chaicas, Décima Región. Sale todos los días, a la misma hora, desde un pequeño paradero situado en frente al policlínico de Puerto Montt. Es común salir en las mañanas atestadas de niebla y encontrarse con una pareja de jóvenes mochileros extranjeros y silenciosos campesinos esperando su llegada, separados por lo que a Génesis le parece ser una delgada tela hecha de lo que ella intuye están hechos el tiempo y el espacio. El viaje dura alrededor de media hora y representa un sorprendentemente bello recorrido, repleto de fiordos y pantanos a través de los primeros treinta y seis kilómetros de lo que un hombre un par de asientos más adelante se refiere como La Carretera Presidente Augusto Pinochet. A Génesis el nombre le parece un tanto anticuado.

Junto a Génesis no se haya persona alguna. La micro se encuentra lo suficientemente vacía como para que cada pasajero tenga su propio lugar, su propia dimensión personal. Exceptuando, por supuesto, a la pareja de mochileros extranjeros, quienes conversan distendidamente en un idioma extraño, a la vez que activan intermitentemente el flash de sus cámaras fotográficas. El resto de los pasajeros los observan con una tímida sonrisa.

La micro hace su primera parada en Pelluco, donde se suben tres mujeres con maletas rebalsadas de alcachofas. En Pelluhuín, un anciano cubierto por un largo manto de lana sube y saluda al hombre sentado un par de asientos delante de Génesis. Se sienta junto a él. Conversan sobre fútbol de tercera división. Luego, en Chamiza, a 10 kilómetros de Puerto Montt, envuelto en la niebla y cargando un pequeño amplificador y un micrófono dorado bajo el brazo, se sube John Kennedy Toole.

Nadie, ni siquiera la pareja de mochileros extranjeros, que parece haberse quedado dormida, parece extrañarse ante la presencia de John Kennedy Toole. Excepto Génesis, que no puede dejar de observar al curioso personaje, tan distinto a los típicos artistas de región, que se ha quedado de pie en medio del bus.

John Kennedy Toole viste un terno negro y una corbata roja de rayas también negras. Es un hombre de tez blanca, blanquísima y de medidas generosas. Un hombre en el que no se sabe a ciencia cierta si lo que abunda es la carne o los huesos, piensa Génesis con los ojos muy abiertos. Lleva el pelo engominado.

Luego de hacer las presentaciones de rigor en una voz extrañamente femenina y de explicar algún tipo de desgracia familiar, John Kennedy Toole infla los cachetes y, tras disponer el micrófono sobre sus labios, se pone a recitar un largo poema.

La voz es quebradiza y a ratos, melancólica. Génesis intenta no poner atención y aprovecha de distraer sus pensamientos disfrutando del paisaje. La niebla, sin embargo, se ha espesado más de lo usual. Observa su reflejo sobre la ventana. Abre y cierra sus fosas nasales.

El poema termina y se escuchan un par de perezosos aplausos. La gente, aparentemente, quiere escuchar algo más antes de entregar cualquier tipo de donación.

John Kennedy Toole no se hace esperar y tras una profunda inhalación comienza, lo que a primeras luces parece ser Los Gemidos de Pablo de Rokha. Gotas de transpiración comienzan a caer desde su amplia y blanquecina frente. Génesis se imagina una ballena varada dentro de un transporte colectivo, aunque sabe que eso es imposible: a Chaicas no llegan ballenas. Tras un par de minutos, cree oír al anciano y al hombre de más adelante recitar. Su pronunciación es pésima.

Los aplausos se han extendido y Génesis se ha encontrado de vuelta observando los gestos y movimientos del artista. John Kennedy Toole ha adquirido presteza y, se nota, se siente cómodo en su improvisado escenario. Realiza una breve introducción del siguiente poema. Se lo dedica a la pareja de mochileros extranjeros: Es un poema de William Blake.

Los versos comienzan a salir de manera suave, haciendo juego con su voz delicada. Génesis, quizás por primera vez en todo el viaje, logra sentirse cómoda y estira los dedos de sus pies en señal de felicidad. Cierra los ojos y se dedicada a poner atención al poema.

El poema es acerca de un barco, un barco antiguo, un barco, digamos del siglo XIX, que navega por las tempestuosas aguas del Océano Atlántico y cuya única particularidad es la de estar tripulado sólo por enanos.

El barco naufraga en misteriosas circunstancias en una isla desierta. Los marineros asoman sus pequeños cuerpos a través de la escotilla. Algunos, los más osados, salen a explorar. No les toma mucho tiempo darse cuenta que se encuentran totalmente abandonados.

Luego el poema se torna ininteligible. La pareja de mochileros extranjeros, como llenos de un sentimiento nacionalista, comienzan a recitar los mismos párrafos que John Kennedy Toole, pero en inglés. Génesis cree entender, aún con los ojos cerrados, que los marineros enanos se han encargado de poblar la isla, embarazando a sus compañeras más fértiles. Cree escuchar la palabra arte. Cree escuchar la palabra amor. Con mayúsculas.

Cuando Génesis abre los ojos, se sorprende al encontrar a todos los pasajeros aplaudiendo y silbando, algunos incluso realizando pasos cercanos a la cueca. Un ritmo enloquecido en torno al poema épico de William Blake. El tono de voz de John Kennedy Toole se ha convertido en una tetera a punto de hacer ebullición. Génesis no puede evitar sentir una sensación cercana a la vacuidad.

El griterío de los pasajeros es interrumpido por un golpe seco. La micro ha chocado o topado con algo en el camino. Se producen un par de segundos de silencio y luego todos se dirigen hacia las ventanas. Todo a su alrededor es bloqueado por la niebla. El conductor, que hasta entonces se ha mantenido al margen de todo, abre la puerta, se pone de pie y se dispone a ver lo ocurrido. Pide la ayuda de algún pasajero. Luego de recoger algunas monedas, John Kennedy Toole y el chofer salen.

Pasan horas.

El resto de las personas, ingenuamente, intentan aplacar sus nervios recitando rudimentarias décimas de Violeta Parra.

Génesis apoya su nariz contra la ventana, intentando ver a través de la niebla. Se pregunta si este será el fin del mundo del que hablaba William Blake en su poema. Se pregunta si ella será la encargada de repoblar la raza humana.

Luego, como de un chispazo, recuerda: He perdido mi útero, murmura, mi útero y mis ovarios.

Boris Yellnikoff
Camílo Andrés Herrera Estai

EL FLACO DE LA MICRO

Ni un sanguchito comió;
se las dió de choro el flaco,
para ser el centro un rato
y ganar fama o prestigio.

Lo anunciaban en la micro,
no recuerdo bien su nombre;
sí ni agua bebía el pobre
los feriados o festivos,
ni pa’ fiestas y domingos
¡chita que raro es este hombre!

A la micro se subió
para hacer una función,
niños, show y diversión,
el tiempo no prolongó.

¡Cómo la moda pasó!
Y se hizo ricachón
con dinero en el colchón,
a este flaco lo vi yo;
es que a la fama llegó,
convirtiéndose en huachón.

A él le gustaba el ayuno,
por sólo cuarenta días.
Yo no sé si aguantaría;
sin tomar un desayuno
¡Ni pensar en un vacuno!

No sé si era sacrificio,
o algo así como su oficio.
está claro que este tipo
no sabía que era el hipo,
después de un buen beneficio.

Definirlo como artista
es un poco apresurado,
¡Pucha el cabro encaprichado!
le decían el autista
y que nica que subsista.

Era flaco, flaco, flaco,
parecía un bicharraco;
como si estuviera a dieta
o con alguna rabieta

¡Que es leso este pajarraco!
de este suelto y sabandija,
por el pueblo me decían
y los brujos predecían;
que no le alcanza pa’ una hija,
ni una pierna de cobija.

Anda solo en su submundo;
pata e’ laucha, moribundo,
sin familia el pobre cabro
y su vida es un macabro,
no encontró el lado profundo.

Quería que lo pescaran;
demostrarle a todo el mundo
que el era un hombre rotundo,
para que todos hablaran
y en las micros lo buscaran.

Estaba siempre dispuesto
a estar con su cuerpo expuesto,
que la gente lo mirara
y entonces lo valorara
como un hombre muy apuesto.
Para este era cosa fácil
pasar como un tal hambriento,
cómo un perro muy pulguiento,
a veces medio volátil,
parecía muy versátil.
La cabeza sobre el pecho;
se le veía deshecho.
las costillas turulecas,
en la cara anda con muecas
con aspecto insatisfecho.

A la gente le estorbaba
ese afán de pintamono,
no les agradaba el modo
con que la atención llamaba.

Ni una guagua se asustaba
desde que agachaba el moño.
se le pasó lo de choro;
era un cabro bien sobrado,
ya nadie pasa a su lado.

¡Sí esto si que es un mal de ojo!

Si pa’ mi es requete fácil
no comer nada de nada,
ni minas desenfrenadas
que se meten con los nazi,
yo soy un tipo muy ágil.

No es falta de una vecina,
no me den una aspirina,
si estoy más sano que diablo
sólo que yo poco y na’ hablo.
Pata flaca, mucha orina.
La moraleja que deja,
pa’ la gente narcisista;
que mejor sea turista,
que no sea más almeja,
pa’ que abra su mente vieja.
No estás solo en este mundo,
usted ya no es el Raimundo;
rodeado está de gente,
sea más inteligente
y tenga un cambio rotundo

Aunque suene majadero
o una especie de profeta,
mejor mantenerse alerta
y espere en un paradero
pa’ ser un buen heredero.

Las cosas llegan solitas,
así cómo palomitas.
No se asuste si demora
siempre llega lo que añora.
¡Hay sorpresas infinitas!


Matrioska
María Ignacia Colvilla

EL ÚLTIMO PASAJERO

El primer día ni lo miré, y al segundo le eché un vistazo. Al tercero ya era costumbre, hasta debo decir que tarareé alguna canción. Luego de una semana ya me sabía su rutina, pero aún no me animaba a darle nada. Dos semanas y seguía con las mismas canciones, debo decir que estaba un poco aburrido ya de escuchar siempre lo mismo, pero de todas formas me gustaban las letras. Tres semanas, me doy cuenta que cambió una de los Rolling por una bastante melancólica y bueno, soy un poco tímido pero de todas formas le di cien pesos y una pregunta, el por qué del cambio de su repertorio.

“Nah’ mi cabro, no se urga, si too en la vida pasa, incluso la misma vida. Uté no sae cuando le llega la pálida y ¡zaz!, le arranca el cabro chico de las manos y se lo lleva onde tatita Dios”

Un leve temblor en la voz me hizo tiritar el corazón. “Muchas gracias mijo, que Dios lo bendiga”, y se bajó en el paradero.

Ya van dos meses y lo he visto crecer. Antes era un simple cantante para mí, pero últimamente hemos cruzado cada vez más palabras simples, pequeñas conversaciones cotidianas. Tiene 51 años y le dicen “el uñeta”, siempre toca con una guitarra remachada y vieja y su voz ronca y rasposa, que le da algo de gracia a ciertas canciones.

Aún puedo recordar el último día que lo vi. Fue en el paradero 14 de la Gran Avenida. Ya era de noche y me pareció raro que aún estuviera cantando. “Hay que juntar lo último compare, mañana me voy a la playita con mi mujer pa‘ pasar unos días relajados”. Disfrutaba`. Era en Abril” cuando abordó por la puerta de en medio, un joven con claras intenciones. Sacó un cuchillo carnicero de su polerón y nos amenazó a todos para entregarle nuestras pertenencias. Me puse pálido, pensé en mi mamá, mis hermanas y mi polola. Y en ese momento, solo pude oír un grito de mujer, una frenada, un guitarrazo y un suspiro que se me quedó grabado en el alma.

Aún llevo una astilla que me recuerda que un simple desconocido que alguna vez miré con desprecio fue capaz de salvarme.
Ahora se sube un cabro que toca armónica súper lindo, y nunca olvido darle cien pesos y una sonrisa.


Fitto Palladio
César Horacio Herrera Lobos

EL PAYASO TRISTÓN

Veníamos como cada día con mi compañero desde nuestro trabajo. Como cada día debíamos cruzar Santiago para poder llegar en un bus del Transantiago, que abordábamos en Plaza Italia. Como todos los días, a la altura de Alameda con General Velásquez, en las tardes, a eso de las 19:45, se subía puntualmente el payaso tristón (nombre que le pusimos nosotros ya que al subir el payaso no decía su nombre). Tenia el payaso una cara de tristeza asombrosa, al verlo por primera vez asumí que no había elegido bien su oficio el hombre. Al subir, era difícil pensar que un payaso con esa cara, a pesar del maquillaje hiciera reír a alguien.

Al empezar con su rutina parecía que pedía disculpas por presentarse así con esa pena. Para más remate, sus rutinas eran bien fomes, lo cual sumado a un largo día de trabajo, mas un largo y estresante viaje en Transantiago no era muy agradable el momento en que subía del payaso. Se imaginaran, que ante este escenario la recaudación del payaso triste era casi nula (nunca lo vi. recaudar mas de 200 pesos). Un día después de una jornada laboral para el olvido junto a mi compañero, subió el payaso triste a la locomoción, con su rutina aparte de fome, recontra repetida y sabida por nosotros.

Terminó su rutina y fue lo mismo de siempre, miradas, rostros amargados y recaudación casi nula. Se estaba bajando el payaso triste, cuando mi compañero poco tolerante le grita a todo pulmón,"Bájate luego fome, no tienes ningún brillo", El bus entero se largo a reír a carcajada, el payaso se dio vuelta miró a su público y solo atinó a encoger los hombros y decir "Es lo que hay". Las risas de la gente fueron instantáneas y hasta sacó aplausos, lo más increíble es que la gente empezó a darle monedas. Pasó por cada asiento y todos le dieron una moneda. Sin duda fue la mejor recaudación que hizo en meses. Al terminar de pasar por los asientos solo atino, antes de bajarse a decir " Muchas gracias por su voluntaria cooperación".


Loino 10
Anselmo Moisés Baeza Alarcón

EN HOJAS SUELTAS

El semáforo en rojo, justo en la esquina de Franklin con San Francisco, le dio la oportunidad que esperaba.
Cuando el desmesurado zapato del payaso se posó en la acera al bajar por la puerta delantera, el niño, sin pensarlo mucho, subió el par de escalones para sonreírle al chofer y obtener el permiso tácito que le permitiera ejercer el comercio dentro del vehículo. Sacó de un ajado bolso gris, que usaba adosado en la espalda, unos cuantos pliegos doblados que pasándoselos entre diestra y siniestra mostraba a los presentes con algo de modestia. Luego de atreverse a dar ese crucial paso comenzó con su exposición tatarita.

El rubor de la cara completaba el cuadro. Los nervios parecía que harían presa de él cada vez que intentaba dar coherencia a su monserga de buhonero en ciernes y se le enredaba la lengua al querer, de un suácate, darle forma y sentido a las atolondradas ideas que luchaban por ordenársele en la mente.

No era la primera vez que se subía a una micro con la misión de vender algo, ya que alguna vez, en el primer año de la enseñanza media, vendió calugas para juntar puntaje. Sin embargo, la timidez que lo caracterizaba no era un escollo fácil de sobrellevar y de dejar atrás con la sola voluntad.

Además esta ocasión nada se parecía a aquella lejana competencia entre alianzas y la necesidad que ahora lo presionaba no era de la simpleza supina que puede tener una semana mechona, sino que era una amarga faceta de la vida misma que ahora, en ese mismo instante, se mostraba requirente de esfuerzos supremos.

Un producto no tradicional era el que estaba siendo ofrecido a los usuarios de la locomoción colectiva. El Michelín depositaba entre las manos de los que iban sentados, unas hojas dobladas a la mitad, que por su tamaño y textura bien pudieron ser sacadas de un cuaderno borrador de croquis. No obstante, tenían en la cara exterior un gran dibujo que retrataba una acción beligerante entre dos personas y sobre ellas un título que invitaba a interesarse por el contenido: “Todo por unas chauchas”.

El muchacho hacía el depósito sobre la falda de los pasajeros al mismo tiempo que lo acompañaba de una gimiente imprecación: “Recíbamelo porfa...”

Terminando la repartija en los asientos postreros comenzó tragando saliva y dejando escapar en un pitillo de voz entrecortada el discurso que habría de redondear su cometido.

“Señores pasajeros... el librito que tienen en sus manos... no se lo estoy vendiendo ni se lo estoy regalando... es chico, ya lo sé... tiene pocas hojas, también es cierto... pero lo que quiero es que me lo reciban y por sobre todo aprecien el esfuerzo que me significa a mí, hacerlo... como verán, es un librillo hecho a mano dibujado con lápiz y escrito en forma manuscrita... quizá, no lo sé... hasta con faltas de ortografía... pero quiero que sepan que es auténticamente hecho con el corazón... es un libro inédito y el cuento que ahí aparece es totalmente creado por mi... yo lo imaginé y lo escribí... yo le hice los dibujos.. yo invertí mis pequeños ahorritos para sacar las fotocopias... yo solito lo compaginé y le puse corchete... yo solito hice todo eso para que ahora ustedes, señoras y señores pasajeros me puedan ayudar con alguna moneda que represente el valor que ustedes le den a mi trabajo y esfuerzo... no les pido una limosna... tampoco quiero ponerle precio a mis libros porque prefiero que quien decida quedarse con él, lo haga de corazón y expresándome su ayuda con lo que más pueda... ahora pasaré por sus asientos y ya saben... quien desee quedarse con el libro, recibo cualquier aporte que me quieran dar”.

El Michelín logró decir todo eso y suspiró... el aire que tomaba mientras iba hablando ya casi le reventaba el pecho. Tambaleando al compás de la máquina se fue desplazando por el pasillo hacia delante cosechando dádivas de todo tipo. Las más felices; esas que tintineaban metálicamente al chocar en la mano empuruñada.

Por primera vez caminó por la calle Franklin contemplando el primer buen recaudo de su primera incursión como vendedor callejero. Pero, además de mercachifle era también un artista. Esa primera venta era la de sus libritos. Su propia creación. Algo que alió total y absolutamente de su cabeza y de su esfuerzo. Era un creador en potencia.

Contemplaba las monedas y las miraba con cariño. Acarició con la mirada a cada una antes de ponerlas en sus bolsillos y levantar la vista para mirar la próxima micro a la que se subiría.

El Michelín sintió que la vida le ofrecía una tregua que más bien parecía una oportunidad de reconciliación. Un nuevo rumbo que se abría delante de él.
Habiendo vencido el primer impasse ahora podía sentirse avasallador. Tuvo éxito en su primera experiencia, vendiendo sus garrapateadas hojas sueltas y reprografiadas, a las que llamaba librillos. La gente daba buen dinero por quedarse con una copia de sus cuentos y eso lo hacía sentirse seguro y solaz. Ya vendrían más y mejores historias escritas a mano sobre papel roneo, en cuya una tapa dibujada con ahínco se viera una escena cautivante. La técnica le había dado frutos y así seguiría haciéndolo.

Los pasos algo lerdos de ese quinceañero se dirigieron al abordaje de otro vehículo amarillo detenido en el semáforo.
El sobrepeso ganado con sopaipillas y fritangas hacía que el Michelín arrastrara más que un molesto apodo.
Su gracia ahora le reportaba mayor seguridad y el discurso que hablaba de padres cesantes y hermanos chicos que mantener, ya no le salía atolondrado. Su obra se vestía de heroísmo pero también de exhaustividad. El Michelín se presentaba ahora como el pequeño escritor, que vendía sus libritos hechos a mano y que escribía pensando en agradar al público con cuentos de extraídos de la vida real.

Acababa de inaugurar una nueva variedad de artista callejero y lo sabía. Orgulloso estaba de ser el precursor.
Quizás con el tiempo vendrían otros, mas todos sabrían que él había sido el primero. Eso hacía que en su rostro se dibujara una sonrisa de orgullo.

Sacó de su bolso unas hojas sueltas y las mostró a los pasajeros. Se acomodó apoyado en un fierro para peleársela a la inercia y levantar la voz con firmeza “Señores pasajeros... el librito que tienen en sus manos... no se lo estoy vendiendo ni se lo estoy regalando...”


Alvaro Ricoe
Rubén Carvajal Grez