martes, 15 de junio de 2010

EN HOJAS SUELTAS

El semáforo en rojo, justo en la esquina de Franklin con San Francisco, le dio la oportunidad que esperaba.
Cuando el desmesurado zapato del payaso se posó en la acera al bajar por la puerta delantera, el niño, sin pensarlo mucho, subió el par de escalones para sonreírle al chofer y obtener el permiso tácito que le permitiera ejercer el comercio dentro del vehículo. Sacó de un ajado bolso gris, que usaba adosado en la espalda, unos cuantos pliegos doblados que pasándoselos entre diestra y siniestra mostraba a los presentes con algo de modestia. Luego de atreverse a dar ese crucial paso comenzó con su exposición tatarita.

El rubor de la cara completaba el cuadro. Los nervios parecía que harían presa de él cada vez que intentaba dar coherencia a su monserga de buhonero en ciernes y se le enredaba la lengua al querer, de un suácate, darle forma y sentido a las atolondradas ideas que luchaban por ordenársele en la mente.

No era la primera vez que se subía a una micro con la misión de vender algo, ya que alguna vez, en el primer año de la enseñanza media, vendió calugas para juntar puntaje. Sin embargo, la timidez que lo caracterizaba no era un escollo fácil de sobrellevar y de dejar atrás con la sola voluntad.

Además esta ocasión nada se parecía a aquella lejana competencia entre alianzas y la necesidad que ahora lo presionaba no era de la simpleza supina que puede tener una semana mechona, sino que era una amarga faceta de la vida misma que ahora, en ese mismo instante, se mostraba requirente de esfuerzos supremos.

Un producto no tradicional era el que estaba siendo ofrecido a los usuarios de la locomoción colectiva. El Michelín depositaba entre las manos de los que iban sentados, unas hojas dobladas a la mitad, que por su tamaño y textura bien pudieron ser sacadas de un cuaderno borrador de croquis. No obstante, tenían en la cara exterior un gran dibujo que retrataba una acción beligerante entre dos personas y sobre ellas un título que invitaba a interesarse por el contenido: “Todo por unas chauchas”.

El muchacho hacía el depósito sobre la falda de los pasajeros al mismo tiempo que lo acompañaba de una gimiente imprecación: “Recíbamelo porfa...”

Terminando la repartija en los asientos postreros comenzó tragando saliva y dejando escapar en un pitillo de voz entrecortada el discurso que habría de redondear su cometido.

“Señores pasajeros... el librito que tienen en sus manos... no se lo estoy vendiendo ni se lo estoy regalando... es chico, ya lo sé... tiene pocas hojas, también es cierto... pero lo que quiero es que me lo reciban y por sobre todo aprecien el esfuerzo que me significa a mí, hacerlo... como verán, es un librillo hecho a mano dibujado con lápiz y escrito en forma manuscrita... quizá, no lo sé... hasta con faltas de ortografía... pero quiero que sepan que es auténticamente hecho con el corazón... es un libro inédito y el cuento que ahí aparece es totalmente creado por mi... yo lo imaginé y lo escribí... yo le hice los dibujos.. yo invertí mis pequeños ahorritos para sacar las fotocopias... yo solito lo compaginé y le puse corchete... yo solito hice todo eso para que ahora ustedes, señoras y señores pasajeros me puedan ayudar con alguna moneda que represente el valor que ustedes le den a mi trabajo y esfuerzo... no les pido una limosna... tampoco quiero ponerle precio a mis libros porque prefiero que quien decida quedarse con él, lo haga de corazón y expresándome su ayuda con lo que más pueda... ahora pasaré por sus asientos y ya saben... quien desee quedarse con el libro, recibo cualquier aporte que me quieran dar”.

El Michelín logró decir todo eso y suspiró... el aire que tomaba mientras iba hablando ya casi le reventaba el pecho. Tambaleando al compás de la máquina se fue desplazando por el pasillo hacia delante cosechando dádivas de todo tipo. Las más felices; esas que tintineaban metálicamente al chocar en la mano empuruñada.

Por primera vez caminó por la calle Franklin contemplando el primer buen recaudo de su primera incursión como vendedor callejero. Pero, además de mercachifle era también un artista. Esa primera venta era la de sus libritos. Su propia creación. Algo que alió total y absolutamente de su cabeza y de su esfuerzo. Era un creador en potencia.

Contemplaba las monedas y las miraba con cariño. Acarició con la mirada a cada una antes de ponerlas en sus bolsillos y levantar la vista para mirar la próxima micro a la que se subiría.

El Michelín sintió que la vida le ofrecía una tregua que más bien parecía una oportunidad de reconciliación. Un nuevo rumbo que se abría delante de él.
Habiendo vencido el primer impasse ahora podía sentirse avasallador. Tuvo éxito en su primera experiencia, vendiendo sus garrapateadas hojas sueltas y reprografiadas, a las que llamaba librillos. La gente daba buen dinero por quedarse con una copia de sus cuentos y eso lo hacía sentirse seguro y solaz. Ya vendrían más y mejores historias escritas a mano sobre papel roneo, en cuya una tapa dibujada con ahínco se viera una escena cautivante. La técnica le había dado frutos y así seguiría haciéndolo.

Los pasos algo lerdos de ese quinceañero se dirigieron al abordaje de otro vehículo amarillo detenido en el semáforo.
El sobrepeso ganado con sopaipillas y fritangas hacía que el Michelín arrastrara más que un molesto apodo.
Su gracia ahora le reportaba mayor seguridad y el discurso que hablaba de padres cesantes y hermanos chicos que mantener, ya no le salía atolondrado. Su obra se vestía de heroísmo pero también de exhaustividad. El Michelín se presentaba ahora como el pequeño escritor, que vendía sus libritos hechos a mano y que escribía pensando en agradar al público con cuentos de extraídos de la vida real.

Acababa de inaugurar una nueva variedad de artista callejero y lo sabía. Orgulloso estaba de ser el precursor.
Quizás con el tiempo vendrían otros, mas todos sabrían que él había sido el primero. Eso hacía que en su rostro se dibujara una sonrisa de orgullo.

Sacó de su bolso unas hojas sueltas y las mostró a los pasajeros. Se acomodó apoyado en un fierro para peleársela a la inercia y levantar la voz con firmeza “Señores pasajeros... el librito que tienen en sus manos... no se lo estoy vendiendo ni se lo estoy regalando...”


Alvaro Ricoe
Rubén Carvajal Grez

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